Fausto, Gotthold Ephraim Lessing

En sus intentos de escribir un drama propio sobre el tema de Fausto — que que­dó en fragmento — Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) partió ciertamente de la representación popular, si bien durante al­gún tiempo cultivó el proyecto de sacar de ella una especie de drama burgués, dejan­do a un lado todos los diablos y substitu­yendo a Mefistófeles por un mal amigo y consejero. En realidad, sólo del drama de­rivado de los planteamientos entonces tra­dicionales existen vestigios concretos, a sa­ber, una escena publicada ya en la XIX de las Cartas sobre la literatura contempo­ránea (v.) (16 de febrero de 1759)—signi­ficativa porque el concurso de velocidad que se desarrolla entre siete diablos es ganado por los dos que proclaman tener, el uno «la velocidad del pensamiento humano», y el otro «la velocidad con que el hombre pasa del bien al mal» —, y un grupo de frag­mentos del acto primero, encontrado entre los papeles póstumos. El prólogo tiene lu­gar en una iglesia: tres diablos aparecen ante Belcebú y dan cuenta de sus hazañas; el tercero habla de Fausto y formula sus planes de seducción: «todavía a estas horas está sentado junto a su lámpara nocturna, escrutando las profundidades de la verdad: el excesivo deseo de saber es una culpa, y de una culpa pueden nacer todos los vi­cios».

Y, en efecto, en las dos escenas si­guientes — la primera y la segunda del pri­mer acto — vemos a Fausto entre sus libros, junto a la lámpara, en su estudio, evocando a un diablo que efectivamente se presenta y dice ser Aristóteles, pero no puede re­sistir por mucho tiempo la permanencia entre despojos humanos y desaparece de nuevo para dejar lugar, en la escena cuar­ta, a un nuevo diablo, cuya evocación se inicia con acentos dramáticos: «¿Quién es el poderoso a cuya llamada tengo que obe­decer? ¿Tú? ¿Un sencillo mortal? ¿Quién te ha enseñado estas poderosas palabras?» Todo el resto del drama se ha perdido, pero según los testimonios de Blakenburg y En- gel, había sido ya en parte escrito. Fausto tenía que terminar redimido: su deseo de saber le había empujado, sin duda, más allá de los límites asignados a los hombres, pero «Dios no puede haber dado a los hombres el más noble de sus instintos para hacerle eternamente infeliz».

Son pocas in­dicaciones, pero suficientes para hacernos comprender el plano poético en que renace Fausto: la espiritualidad racional de la «Ilustración» (v.). También para la nueva conciencia que se está formando Fausto se revela como una figura representativa. Y no sorprende que su leyenda — conocida en el texto narrativo, familiar en las represen­taciones escénicas y casi suspendida en el aire de la época — «zumbase en la fantasía» del joven Goethe, como dice un pasaje de Poesía y Verdad (v.). También los demás poetas, amigos suyos y «compañeros de ar­dor», se mostraron sensibles al hechizo de esta leyenda: Lenz [Los jueces del Infier­no], Klinger [Vida, hazañas y viaje al in­fierno de J. Fausto], Maler Müller [Vida de Fausto dramatizada]. Traducción italiana de C. Manacorda (Milán, 1935).

G. Gabetti