Fábulas, Jean de La Fontaine

[Fabies]. La obra más importante de Jean de La Fontaine (1612-1695); están divididas en 12 li­bros, los seis primeros (124 fábulas) publi­cados en 1668, los cinco siguientes (89 fá­bulas), en 1678-79, y el último (27 fábulas), en 1694. Su título exacto, Fábulas escogidas y puestas en verso [Fables choisies et mi­ses en vers], declara ya el intento del au­tor; dar forma poética a las mejores com­posiciones de los maestros antiguos (Esopo, Fedro, etc.) y de otros autores modernos. La Fontaine traza una biografía del inven­tor del género, Esopo, biografía un tanto fantástica, que coloca al comienzo de su obra. El fin de la fábula siempre es el de instruir: el autor lo recuerda a menudo, afirmando a la vez su voluntad artística, al declarar que abre un nuevo camino, el de la fábula poética. El género, que para los humanistas italianos (Bevilacqua, Faerno, etcétera) y para los franceses del siglo XVI (Haudent, Guéroult, etc.) era un género in­ferior, con La Fontaine alcanza la grandeza de los antiguos, con un más acusado carác­ter artístico, abandonando la excesiva bre­vedad de Fedro. Dejándose llevar por su gusto de la narración (v. Narraciones y cuentos), La Fontaine aúna en sus fábulas este amor con la seriedad moral y con la infinita variedad de motivos.

Los primeros seis libros respetan discretamente los mo­delos y las formas tradicionales, con des­carnados apólogos al comienzo («La cigarra y la hormiga»); más adelante, trata los asuntos cada vez con mayor libertad, de modo que los viejos asuntos resultan trans­formados, renovados, a veces con sabor de cuento («La joven viuda»). La exposición va alargándose poco a poco, reuniendo hom­bres y animales; se convierte en una «ampie comedie á cent actes divers», en torno a un amplio fondo: «et dont la scéne est l’univers». Es una comedia que a veces re­cuerda a Moliére, satirizando «la sotte vanité jointe avecque l’envie»; deplora con franca piedad la maldad humana («El león viejo»); gracias al verso suscita visiones de lugares, murmullos de auras y de frondas («La encina y la caña»). Acaba por pa­recer el arte, como el verdadero fin, en lugar de la moral, que a veces parece te­nida en cuenta sólo como homenaje a la tradición, a menudo censurable y censura­da, como demasiado ardua y peligrosa para los niños (Rousseau), o dura, egoísta (La­martine), interesada cuando no superficial. Es la moral de la experiencia, que surge de la representación de la vida, llevada con serena aceptación de la realidad, en la que domina el mal, y que impone la prudencia y la astucia. Se trata de un epicureísmo discreto, que excluye la virtud superior, heroica, pero no el amor ni la piedad. Los animales aparecen tal como los ha fijado la tradición fabulista: no siempre verdaderos según la ciencia, pero siempre vivos; si La Fontaine no es un precursor de Buffon, es, al menos, un gran pintor de animales.

El frecuente uso del verso libre, la rica va­riedad de la lengua, el acento personal, lí­rico, convierten ya en una verdadera y nue­va creación esta recopilación primera. Pero la plenitud artística se consigue en la se­gunda (el último libro añadirá ya pocos méritos), donde el autor demuestra ser uno de los más originales y ricos poetas fran­ceses. La fábula alcanza amplitud de sáti­ra política («Los animales enfermos de pes­te»), denuncia el egoísmo hipócrita («El to­po retirado del mundo»), pronuncia pala­bras de alta sabiduría («La muerte y el moribundo»), se convierte en tierna elegía («Los dos pichones», «Los dos amigos»), re­coge amplias disertaciones sobre el alma de las bestias, contra Descartes. En ellas aparece un pensamiento más maduro, una intransigencia más viva ante los vicios del hombre, un reconocimiento más elevado de los mejores bienes — la amistad, el sentido humanitario —, y una más decidida entrega lirico fantástica. El fabulista francés Jean de la Fontaine se da cuenta efectivamente de estas novedades, que atribuye al nuevo maestro que aparece unido a Esopo, el fa­bulista indio Pilpai. Éste, en efecto, le ofrece aspectos más fantásticos y poéticos, favoreciendo la tendencia ya existente en el autor. Éste, entretanto, se ha enriquecido y afinado; pleno del sensual espíritu fran­cés de Rabelais, de la aguda sabiduría po­pular que fija en fórmulas que han que­dado proverbiales, se abre a la serena doc­trina de Lucrecio y de Montaigne, siempre divertido soñador, artista, pero más lleno de humanidad. Todo se convierte por fin en poesía, con un arte sutil, ingenioso, de una absoluta claridad francesa y recogiendo las viejas savias indígenas, densas y sabrosas, las voces, los sentimientos del pueblo y de la tierra y los ornamentos clásicos de los maestros grecorromanos, para los que los animales adquieren solemnidad épica o gra­cia heroico cómica.

Dibujos nítidos, perío­dos incisivos, en los que se nota distinta la voz del autor, que anima a los personajes, evoca la escena y la acción, hace comen­tarios agudos, tiernos, apropiados: fusión de lirismo y representación objetiva, única en el siglo XVII, gracias a la cual el poeta, radicado en su época, la supera como nin­gún otro de los clásicos. Por esto el éxito, en el que seguramente tuvieron parte el ca­rácter mnemónico y didáctico de las com­posiciones, ha acompañado siempre a esta obra, aunque no siempre haya sido com­pleta y justa comprensión. Hipólito Taine, que en su célebre ensayo sobre las Fábulas hacía de ellas la manifestación suprema del genio de la raza, pecaba por exceso de po­sitivismo, y por la incompleta comprensión de aquel arte, pero indicaba la gran impor­tancia del popularísimo escritor, que hoy apreciamos mejor en el prodigio de su poesía. [La primera versión castellana es la traducción en verso de Bernardo María de Calzada (Madrid, 1787). Existe además la traducción en verso de Lorenzo Elizaga (Pa­rís, s. a.) y la excelente versión de Teodo­ro Llórente (Barcelona, 1885). Trad. catala­na en verso, de Josep Carner (Barcelona, 1920)].

V. Lugli

Es el poeta nacional. (Sainte-Beuve)

Aquellas tristes fábulas de Esopo que tan­to influyeron en la fantasía griega durante muchos siglos, no han hallado en su país de origen un poeta que las reanimase con su genio. Toscamente envilecidas en el pe­sado estilo del redactor bizantino, han atra­vesado’ los siglos bajo estos informes des­pojos, y no han encontrado su Homero más que en un francés, en un cristiano, en La Fontaine; pero es innegable que para recogerlas, él se hizo griego y pagano. (Taine)

Un francés, para ser trágico, debe hacerse medio griego como Racine, o medio español como Corneille. Para ser cómico, debe hacerse medio italiano, como Moliere, o medio alemán, como Rabelais. Para ser exquisitamente moderado y amablemente didáctico, un francés no tiene nada que pedirle a nadie. La Fontaine es el hombre puro de su raza. (E. d’Ors)

El primer poeta lírico de Francia, el que ha inventado el verso libre, el que ha he­cho posible tantas escuelas y tantos artistas hasta Guillaume Apollinaire, el que ha en­riquecido con descubrimientos a los pinto­res más antitéticos con relación a la téc­nica, Lancret, Fragonard, Boucher, Oudry, Charles Eisen, Gustavo Doré, Griset. (L. P. Fargue)