Cuatro diálogos sobre lo bello y sobre el arte [Erwin. Vier Gesprache über das Schóne und die Kunst]. Obra publicada en Berlín en 1815, en la que el autor expone en forma dialogada sus ideas estéticas, que encuentran exposición más sistemática en Lecciones sobre estética [Vorlesungen über Aestetik], publicada postumamente por K. W. L. Heyse en 1829.
Los presupuestos filosóficos generales son los mismos que Solger expondrá dos años más tarde en los Diálogos filosóficos (v.). El primer diálogo contiene una crítica general de las teorías estéticas contemporáneas, en cuanto en ellas viene negada la autonomía de la esteticidad, sea que el momento estético venga referido al placer subjetivo (Burke) o a la armonía objetiva de lo sensible (Baumgarten), sea que se le considere como medio de realización de los fines éticos (Fichte) o como grado inferior de la teoricidad (idealismo), o sea que estas varias interpretaciones, según ocurre en Kant, se coordinen sin que se las supere en un nuevo punto de vista. El error de todas estas doctrinas, según Solger, estaba en considerar a lo bello bajo la forma de algo existente y buscar su justificación en un plano de la realidad.
Lo bello es más bien la ley ideal de un proceso, gracias al cual la idea —lo divino, presente en el sujeto—, a través de la actividad del propio sujeto, transfigura al mundo, sacándolo de su aislamiento y de su dispersión para colocarlo en la dialéctica de lo absoluto, que en su aparecer, ha renunciado a sí mismo para volver a encontrarse, enriquecido, en el amor. El segundo diálogo trata precisamente de esa actividad estética, la que — a diferencia de la práctica — carece de fin fuera de sí misma, pero es fin en sí misma. Esa actividad es un volverse al mundo, a su más profunda y radical realidad, no para aceptarla o para determinarse en ella, sino para transfigurarla idealmente. Naturalismo e idealismo expresan así los momentos dialécticos de la actividad estética, que en esencia es fantasía creadora, libre acto de la idea en nosotros. El tercer diálogo deduce, en sentido idealista, los momentos de la actividad creadora como relación entre el sujeto, que, en su libertad ideal, es el genio, y la materia, libre de toda determinación y organización extrínseca, pura forma de la particularidad sensible. De esta relación surge el mundo del arte, en el que la idea se realiza en la apariencia y la apariencia en la idea.
Tal realización presenta — según la fórmula de Goethe — dos aspectos: es símbolo, cuando la idea aparece como realidad realizada, y es alegoría, cuando la idea aparece más bien como realidad realizándose, distinción que, según Solger, caracteriza la diferencia entre arte antiguo o clásico y arte moderno o romántico. En el arte simbólico, lo divino aparece como mito y el mundo, o lo humano, aparecen como naturaleza universal definida; en el arte alegórico, lo uno como término de la aspiración mística, lo otro, como movimiento y revelación de lo individual. Solger distingue aquí la poesía como el momento del puro actuarse de la idea en el espíritu del artista, el arte como su realización objetiva, y en ello fundamenta la distinción entre las varias artes, que pretende deducir de la propia idea de la actividad estética. Poesía y arte son una misma cosa cuando ambos están expresados por el lenguaje, que es espiritualidad objetiva, en la poesía propiamente dicha, que él clasifica en épica, lírica, dramática, considerándolas bajo el doble aspecto de lo simbólico y de lo alegórico.
En las demás artes, en las que la mediación está determinada por una materialidad extrínseca, aparencial, las distinciones se manifiestan desde que aparecen; en las artes figurativas, en las que prevalece el momento de la forma finita, la escultura expresa el momento simbólico, la pintura el alegórico; en tanto que en la arquitectura y en la música, en las que prevalece el momento de conexión de las relaciones como resolución de lo finito, tal relacionalidad aparece recíprocamente como espacial y temporal. En el cuarto diálogo, Solger precisa la naturaleza y los momentos de la fantasía como pura actividad estética. En ella se distinguen tres momentos: la sensibilidad, que constituye por decirlo así la atmósfera subjetiva del sentimiento en el que se hace posible la ión estética; la fantasía propiamente dicha, que es la potencia de creación significativa (alegoría) o imaginativa (símbolo), que Realiza tal ión; finalmente, como mediación entre ambas, el intelecto artístico, principio de armonía y de claridad, que caracteriza las formas más perfectas del arte, en tanto que la sensibilidad y la fantasía predominan, una, en los períodos de decadencia, la otra en los primeros albores del arte.
La forma más elevada en que se expresa el intelecto artístico, y en la que el espíritu estético halla su verdad, es la forma en la que el arte aparece como el acto de la idea realizándose a la vez que disuelve en sí mismo su propia realización. Éste es el momento típicamente romántico de la ironía, que es, para Solger, el sentido más profundo de la propia clasicidad del arte que alcanza la realidad del ideal. Ya que en la ironía la realidad se reconoce como nula fuera del acto de la idea, pero, en tal relación, esta idea a su vez se anula, presintiendo que más allá de tal conexión se halla su divina libertad. Por ello la ironía está estrechamente ligada al puro entusiasmo espiritual; juntamente con la certidumbre de que la belleza, en cuánto belleza, debe esencialmente perecer, está la certidumbre de que lo eterno está presente en su fulgor en este infinito viviente que perece. Por esto la estética de Solger es, entre las estéticas idealistas, la más típica y radicalmente romántica, porque la crisis romántica, que culmina para Hegel en la muerte del arte, aquí está entendida como la expresión de la naturaleza esencial del arte, en cuanto que éste ha logrado su más pura clasicidad y la ha superado en una radical conciencia vivida de su sentido metafísico ideal.
A. Banfi