Las Epístolas de Eneas Silvio Piccolomini (papa Pío II, 1405-1464), que podemos leer en las ediciones de sus obras (Basilea, 1531-1571), fueron recogidas por el propio autor en número de 414, pero no sin profundas modificaciones y cortes frecuentes, sugeridos por consideraciones oportunistas y preocupaciones retóricas, que alteraron notablemente su contextura original, la cual es, históricamente, bastante más interesante, sobre todo para el período en que el autor, adscrito a la cancillería del antipapa Félix V, defendió enérgicamente la autoridad del Concilio de Basilea que depuso al papa legítimo Eugenio IV.
Afortunadamente para nosotros, también la redacción original de las cartas nos ha sido conservada en algunos códices (cfr. Der Briefwechsel, 1431-1454, por R. Wolkan, Viena, 1909-1918, vols. 61, 62, 67 y 68 de las Fontes rerum Austriacarum). En la edición de las epístolas hecha por el propio autor, están incluidas, según el uso humanista, auténticos trataditos en forma epistolar, tales como la epístola pedagógica a Segismundo, duque del Tirol (1443), el De curialium miseriis a Giovanni de Eich (1444), la gran epístola al sultán Mahomet II para que se convierta al catolicismo y sea uno de los sostenes de la Iglesia. Interesantísima es la carta Sobre las miserias de la vida de la Corte [De curialium miseriis], motivo sobre el que vuelve a menudo, en particular en la epístola a Gaspar Schlick, canciller imperial, Sobre la incierta condición de los cortesanos [De incertu curialium statu]. El que vive en la corte es desgraciado, nunca podrá alcanzar bien alguno que valga la pena: «Las riquezas verdaderas no se hallan junto al rey, y si se hallasen, son tales que más valiera no haberlas hallado».
Los honores no son más fáciles de conquistar que las riquezas: «dos son las clases de honores: los de los buenos y los de los muchos. El que busca cerca del rey los primeros, es un loco, porque el honor verdadero no puede hallarse donde no reina la virtud. Quien busca los otros honores, es todavía más loco, porque busca una cosa dañosa, viciosa,, inestable e incierta». Pero la potencia retórica del gran humanista se eleva sobre todo cuando entran en juego intereses profundos. Ante la victoria del sultán, que en Constantinopla ha abatido los últimos restos del Imperio, exhorta a los príncipes a la cruzada. Él, que vivía en el culto de la civilización clásica, de la grandeza de Roma y de Atenas, de la verdad de Cristo, del trono de San Pedro, incitaba sin reposo a la defensa del patrimonio cultural de Occidente frente a la peligrosa marea que avanzaba por Oriente. Sin embargo, ante la sorda indiferencia de los príncipes cristianos, frente a envidias y discordias, un ideal humano más elevado y el sueño humanista de la paz universal le inspiraron la espléndida apología del Cristianismo que constituye el núcleo de la carta a Mahomet II. En ella vibra también, abierta y sincera, la admiración por el gran capitán y el deseo de que en la paz religiosa encuentre la humanidad el descanso de tantas luchas.
La «humanitas» del siglo XV, que no reconoce esclavos, que no conoce distinciones o inferioridad de razas, que en el hombre ve sólo al hombre, sueña con una nueva humanidad verdaderamente redimida por la religión de Cristo, Dios y Hombre. Pero junto a. las grandes epístolas, a las actas del pontífice romano, viven y vibran las cartas familiares, las cartas a los amigos. Campea en todas ellas el admirable estilo de Piccolomini. En ellas habla al padre de un niño recién nacido; consuela al amigo por la fuga de su amante; describe las inundaciones del Danubio o una granizada en la que las piedras eran gruesas como huevos. Habla de Vegio y de Bruni; diserta sobre típicos temas humanísticos, sobre la fortuna o sobre la fama. En estas páginas surge el hombre, fino, culto, espiritual; hablan los amigos, las grandes figuras históricas; viven los paisajes de toda Europa, alienta toda la vida de su siglo, la de los grandes acontecimientos históricos y la de la vida cotidiana, sin los cuales la historia pierde sabor y relieve. Y sobre ello, domina el interés humano y la historia humana, que son los rasgos más característicos de la naciente cultura renacentista.
E. Garin