[Epistolae doctorum quorundam virorum ad B. d. S. et auctoris responsiones; ad aliorun eius operum elucidationem non parum facientes]. Publicado después de la muerte del autor, en Amsterdam, en la edición de las obras del 1677, ordenado de nuevo cronológicamente en la edición de Van Vlotei y Land (1882-1914) y reproducido críticamente en la edición príncipe de C. Gebhardt (1923), comprende 83 cartas en latín (de algunas tenemos la versión holandesa parcial) dirigidas a Benito Spinoza (1632-1677) y las respuestas del filósofo a los amigos corresponsales, entre los que han de recordarse a Enrique Oldenburg, Simón de Vries, Ludo- vico Meyer, Guillermo de Blyenbergh, Jarigh Jelles, Juan Oosten, Hugo Boxel, E. W. Tschimhaus y Guillermo Leibniz.
En lo referente a Spinoza, en la mayor parte de los casos, se trata de respuestas a cuestiones doctrinales, a menudo sugeridas por la lectura de sus escritos. Estas respuestas, en verdad, no añaden nuevos elementos fundamentales a la doctrina spinoziana; más bien nos revelan, en el filósofo, por una parte las dotes de expositor claro y discursivo y, por otra, su espíritu cordialmente humano y su apostolado por la verdad. El tono de estas cartas, que contienen también interesantes juicios de Spinoza sobre varios filósofos, es de maestro, pero de maestro que se esconde a sí mismo tras la dignidad y autoridad de la razón: la única verdaderamente maestra, para todos y en todo momento. Se tratan en el Epistolario cuestiones de lógica y de metafísica general, cuestiones particulares de física: de exégesis bíblica y de política.
En una serie de cartas dirigidas a Hugo Boxel se discute también la existencia de los espíritus; en ellas, Spinoza contrapone, a las obscuras fantasías y supersticiones, la experiencia precisa y la claridad y evidencia de la razón. Estas imágenes y opiniones no son más que un asilo de la ignorancia: «silos filósofos no quieren llamar espectros a lo que nosotros ignoramos, ciertamente no lo negaré, porque en ellos hay infinitas cosas que se me escapan». Pero en el saber especulativo, «es preciso guardarse de admitir como verdadero lo que sólo es verosímil: ya que allá donde introduzcamos un error, le seguirán miles». Si alguno objeta que ni siquiera del principio del saber, de Dios, se puede tener un claro conocimiento, el racionalismo espinoziano tiene pronta su respuesta: «respecto a tu pregunta, si yo tengo de Dios una idea tan clara como la del triángulo, responderé afirmando. Si luego me preguntaras si yo tenía una idea de Dios tan clara como la del triángulo, respondería negando.
Porque no podemos imaginar a Dios, sino que más bien lo podemos entender con la razón». Esta fe inconcusa en la razón, constituye el pathos personal más vivo y profundo de las cartas. Es ella quien guía a Spinoza por encima de las turbas ciegas y de sus luchas feroces: «Esperaré a ver qué es lo que hacen estos combatientes, cuando estén saciados de sangre… Estas turbas no me inclinan a la risa ni a las lágrimas, sino más bien a filosofar… Viva pues cada uno a su manera, que quien así lo desee, muera persiguiendo a su idea, pero que a mí me sea concedido el vivir para la verdad». Esta certidumbre profunda de la verdad, como conciencia del Sumo Bien y del Sumo Ser, le hace indiferente y desdeñoso ante las acusaciones de ateísmo. «Qué es lo que se entiende por religión y qué por superstición, no lo sé. ¿Acaso rechaza toda religión quien afirma que ha de reconocerse a Dios como al bien sumo, y, como tal, amarlo con ánimo libre?
¿Y que en sólo esto consiste nuestra felicidad y nuestra libertad? ¿Que el premio a la virtud es la virtud misma, el premio a la tontería la tontería misma, y que, en fin, cada uno debe de amar a su prójimo y obedecer a los mandatos del Sumo Poder? Y todo esto, no sólo dicho expresamente, sino también demostrado con firmísimas razones». Cuando el joven Alberto Burgh, convertido al catolicismo, le invita a dejar «los errores» de su libre filosofía, contesta: «Conviértete, hombre filósofo, reconoce tu sapiente estulticia y tu insana sabiduría», elevándose en la conciencia de la dignidad de la razón: «porque yo no presumo de haber descubierto la mejor filosofía, pero creo entender la verdadera».
A. Banfi