Célebre composición poética en tercetos encadenados de principios del siglo XVII, que ha sido atribuida a diferentes autores. Durante dos siglos los eruditos e investigadores han intentado resolver este problema e identificar al autor de esta pieza capital de la historia de la poesía española. Fue publicada por primera vez por Sedaño, como obra de Bartolomé Leonardo de Argensola.
Al editar don Pedro Estala las obras de este poeta (Rimas de Bartolomé Leonardo de Argensola, 1805), la atribuyó a Francisco de Rioja. Pero el estilo de la Epístola demuestra claramente que no puede ser obra del poeta de los epítetos y sobre ello hubo de insistir Menéndez Pelayo. Posteriormente don Adolfo de Castro descubrió en un manuscrito de la Biblioteca Colombiana del siglo XVII una copia de la Epístola con esta advertencia: «Copia de la carta que el capitán Andrés Fernández de Andrada escribió desde Sevilla a don Alonso Tello de Guzmán, pretendiente en Madrid, que fue corregidor de México».
Si por una parte el contenido de la Epístola, el desengaño de los honores cortesanos tan magníficamente expresado en los versos iniciales («Fabio, las esperanzas cortesanas / prisiones son do el ambicioso muere. / y donde al más astuto salen canas») hace verosímil esta atribución, sobre todo por estar dirigida a un personaje que espera honores cortesanos, o por lo menos que los ha tenido; por otra, el tratarse de una copia le quita toda autoridad. Según Menéndez Pelayo, del capitán Andrada se conoce sólo un fragmento de un poema más extenso, donde hay algún verso afortunado. También nos falta este elemento de comparación para atribuirlo a Andrada. Foulché-Delbosc lo atribuyó a Francisco de Medrano. Baig y Baños refuta sucesivamente la atribución a Argensola, a Rioja, a Andrada y a Medrano, fija la fecha de 1626 para su redacción (año del desbordamiento del Guadalquivir y de la caída del Conde-Duque, que según él dan pie al desengaño que expresa el autor) y defiende la paternidad de Rodrigo Caro.
Baig y Baños ve entre A las ruinas de Itálica y la Epístola moral a Fabio unas semejanzas de contenido referidas especialmente a la condición social del autor, a su formación cultural, a su actitud estoica, etc. Pero sobre todo encuentra la misma «identidad anticuaría» — como la llama él —, el mismo tipo de elegía, que insiste extraordinaria r mente sobre la fugacidad del tiempo; un buen gusto^ y un equilibrio perfecto por lo que no sería extraño que ambas obras fueran de un mismo autor. Pero este problema todavía no está resuelto y la única cosa que se puede afirmar es que su autor fue sevillano, o por lo menos afincado en Sevilla, como se deduce de los versos «seno materno de la antigua Romúlea» (o sea His- palis) y «nuestra antigua Itálica». El poema trata una serie de temas de honda tradición europea e hispánica. Por esto ha dicho Manuel de Montoliu: «costaría trabajo hallar otra composición poética de la Edad de Oro que fuese expresión tan cabal del alma nacional castellana».
La Epístola entra dentro de la línea de una tradición de sobriedad y equilibrio que tiene otros exponentes de gran calidad en las Coplas de Jorge Manrique y en Quevedo: la tradición del estoicismo hispánico, del que tanto se ha hablado y discutido. El contenido de la Epístola responde a las ideas expuestas en De tranquillitate animi de Séneca, acerca de cómo soportar con ánimo viril la adversidad. El autor va glosando una serie de temas que constituyen toda una moral y una filosofía, hasta el punto que un crítico ha dicho que la Epístola es la síntesis del pensamiento filosófico y moral de la Contrarreforma. Los puntos fundamentales son los siguientes: el hombre debe ser hijo de sus obras: «Aquél entre los héroes es contado / que el premio mereció, no quien le alcanza / por vanas consecuencias del estado». Ante el desengaño, «¿qué espera la virtud o en qué confía?». El único refugio de la virtud es la soledad del campo (tema del Beatus Ule horaciano que tiene ya gran tradición en España).
El autor nos habla de la felicidad del tiempo pasado, de la muerte (a quien califica de «cauta»), de la fugacidad de las cosas («Pasáronse las flores del verano, / el otoño llegó con sus racimos, / llegó el invierno con sus nieves cano; / las hojas que en las altas selvas vimos / cayeron, y nosotros a porfía / en nuestro engaño inmóviles vivimos». Pero ante esta fugacidad del tiempo la solución del autor no es el «carpe diem», ni el «collige rosas», sino que nos propone una actitud más ascética: «temamos al Señor». Y es que el mundo renacentista está ya muy lejos; la muerte avanza cauta sobre el tiempo y esta realidad es más eficaz que los ideales de gloria y de fama del Renacimiento: «¿Piensas acaso tú que fue criado / el varón para rayo de la guerra, / para cruzar el piélago salado, / para medir el orbe de la tierra / y el cerco donde el sol siempre camina? / i Oh, quien así lo entiende cuánto yerra!».
A todo esto que constituyó lo más fundamental de la concepción del hombre renacentista prefiere el autor y contrapone «un ángulo» en sus «lares», «un libro», «un amigo» y «un sueño breve». Ensalza la templanza — para él la virtud fundamental y primera —, ataca la ira y la codicia, y exclama finalmente: «Ya, dulce amigo, huyo y me retiro; / de cuanto simple amé, rompí los lazos. / Ven y verás al alto fin que aspiro / antes que el tiempo muera en nuestros brazos». Profunda meditación expresada con una nobleza literaria poco frecuente. Menéndez Pelayo ha dado a esta obra el calificativo más justo al llamarlo «poema consolador».
A. Comas