[Rómische Elegien ]. En la colección de las Poesías (v.) de (1749-1832) constituyen el primero de los dos grupos de Elegías (v.); fueron publicadas por primera vez en número de veinte en 1795, en la revista «Die Horen» de Schiller; otras cuatro, que quedaron manuscritas por su tono licencioso, fueron impresas por primera vez en 1887, en apéndice al primer volumen de las Obras, en la edición de Weimar. Existe también una edición del texto en «facsímil» (Leipzig, 1920). Su primera concepción se remonta a la estancia de Goethe en Roma; los versos con que se inicia la séptima elegía: «¡Oh! como me siento alegre aquí en Roma si pienso en los tiempos / Cuando una luz gris allá arriba, en el norte me envolvía», etc., tienen un sentido de inmediatez inconfundible.
No se sabe, en cambio, si algunas de estas composiciones fueron escritas, efectivamente — del todo o en parte — en Italia. Es todavía más incierto si existió — y qué parte pudo tener en la vida romana de Goethe — la Faustina cuyo nombre se halla en la elegía decimoctava y cuyo recuerdo se renueva también en el cuarto de los Epigramas venecianos (v.), en cuestión de mujeres tenía muy amplio criterio, y de hecho, que tuviera una aventura de amor con una agradable mujer del pueblo, de Trastévere o de Campo Marcio, no sería ciertamente cosa de maravilla. Pero no ha quedado de esto ningún rastro, y poco significa que en un registro parroquial de Trastévere se haya descubierto la inscripción de una Faustina Antonini, tercera hija del tabernero Agos- tino Di Giovanni, la cual nació en 1764 y veinte años después en 1784, se casó, dio a luz y quedó viuda. Verdad es que en la sexta elegía la amada habla de sí como viuda y en el verso 27 hasta toma en brazos a un niño; pero éstas son coincidencias demasiado vagas para poderse apoyar seriamente en ellas.
La realidad es que la imagen de Faustina pudo ser originada — y esto es lo probable y casi lo seguro — en la fantasía de Goethe en Italia, pero que no llegó a su definitiva consistencia poética hasta más tarde, en Weimar, cuando tomó las~ formas plenas y el rostro de niña en flor — a pesar de sus veintitrés años — y el temperamento dispuesto y festivo «contento de gozar y hacer gozar» de Cristiana: y fue sobre la «no romana, aunque no por eso menos suave y tibia y lisa y acariciable» espalda de Cristiana donde el poeta escondió los hexámetros de que se habla en la segunda elegía, mientras — era para la historia el 13 de julio de 1788 — señoreaba vigorosamente «Busen und Leib». De los «cortos ricitos» que en la cuarta elegía «se ensortijan en tomo al cuellecito gracioso», a la «cabecita durmiente» que, en la elegía decimotercera «reposa, doblada y en sueño sobre el brazo» — en una postura particularmente querida, por Goethe y por él reproducida también en un conocido dibujo— todo habla en las Elegías de Cristiana.
Hasta el amor está directamente entonado, en la poesía con la persona de ésta: un amor que va directamente al grano, sano, sencillamente sensual — casi «más allá del bien y del mal» tan espontáneo es y «todo naturaleza» — y con todo, al mismo tiempo también en muchos aspectos, ya «casero» y conyugal, es más, ya consumado; un amor el cual, aunque «ex lege» está ya, en cierto modo, «bajo techado», pacífico y seguro, «cómodo y práctico» y al alcance de la mano —pronto, cálido «a toutes les heures» —: véase: afuera arrecia el mal tiempo, la lluvia hierve, que es un diluvio (Elegía XVIII); i qué bien se está, juntos los dos, dentro de aquella tibieza, muy abrazados, «wechselnd sichere Chuse»! Todo esto está de tal modo implícito en la inspiración de estas poesías que, originariamente, en el verano de 1788 — y todavía en febrero de 1790 — el título de todo el ciclo no era Elegías sino Erótica. Con todo, las Elegías siguen siendo romanas; también las Eróticas llevaban esa indicación; eran Erótica Romana.
Roma es, en efecto, en todo el proceso espiritual de que ha nacido aquella poesía, el elemento primario — de tal modo que sin Roma no sólo no encontraríamos Faustina en la poesía, sino que, muy probablemente, tampoco hubiera existido Cristiana en la vida del poeta —, por lo menos hubiera sido una cosa diversa y mucho más limitada; el «Kleines Eroticon» de que habla alguna carta, la «bien torneada consolación, en la soledad» or si se quiere, el «Bettschatz», como decía mamá Goethe cuando pedía noticias de ella a su hijo: sólo esto hubiera sido — a lo más — y no lo que fue en cambio, para Goethe verdaderamente, del modo más exigente, una necesidad interior. En Roma él se había convertido «en otro del que antes era». En Roma, en la «inocencia del Sur», todas las nieblas que allá arriba en el Norte pesaban sobre el alma, se habían desvanecido; lo que era aspiración perennemente insatisfecha, nostalgia e inquietud, se había disipado; la «Sehnsucht» de Werther y de Fausto se había aplacado, extinguido — o, mejor dicho, se había convertido en una dedicación feliz a la plenitud de los sentidos, a la corporeidad de la vida.
La embriaguez de una existencia «toda resuelta en el presente y cumplida y perfecta en sí misma» había captado en su encantamiento al «peregrino del Norte»; y el alma pagana antigua, que yacía en el fondo de su naturaleza, se había recobrado a sí misma, en la tierra del clasicismo, «como en una patria de los orígenes», en la cual se había sentido florecer de nuevo como una «planta del trópico devuelta a su clima, a su sol». La poesía de las Elegías es precisamente la poesía de esta felicidad que es «dichosa en sí misma» y no pide nada más. ¿Qué más podría desear el poeta? A su alrededor, en Roma que «es un mundo» — es más, adonde él «ha visto surgir un mundo y después lo ha visto en ruinas, y de estas ruinas ha visto surgir un mundo nuevo casi mayor todavía» (Elegía XV) —; en esta Roma inmensa por la historia, por el arte y por los mitos, tiene además un mundo propio, «pequeño, pero todo suyo»: el amor.
De día contempla «los muros y los arcos» y hojea los libros de los antiguos y admira las antiguas estatuas y evoca los dioses antiguos; y por la noche tiene toda para él «en carne y sangre», a su Faustina; y «amor en persona atiza la lámpara pensando en los tiempos / en que hacía también a los Triunviros el mismo servicio» (Elegía V). Ninguna discontinuidad divide los dos mundos que se completan mutuamente en una única, viviente realidad. Ciertamente una punta de malicia brilla en el fondo de la mirada del poeta cuando pretende que la mejor vía —para llegar a descifrar un texto de poesía o a comprender la belleza de una estatua— sea la que la mano recorre, al descender, acariciadora, por los costados de su chiquilla (Elegía V): es un camino del cual no se puede estar nunca bien seguro de adónde conduce.
Pero el poeta tiene un argumento decisivo: basta una mirada; véase: Faustina duerme: —«¡Qué formas estupendas!, ¡Con cuánta nobleza torneados se distienden los miembros! ¿Fue tan bella Ariadna en su sueño? Teseo ¿cómo pudiste huir?» (Elegía XIII) — y no huye, en efecto, el poeta; pero espía por la calle «si cierta media colorada o morada bajo la falda» no es mostrada por la bella con ávidas miras insidiosas; o la espera junto al hogar donde la llama ya crepita y resplandece; o toma sus señas en la hostería y las apunta sobre la mesa con el dedo mojado en vino; o anda buscándola Porta afuera en la «viña» — donde a pesar de todo un espantapájaros basta para causarle alarma y ponerlo en fuga —; y no «cambia con ella solamente besos sino a veces también alguna palabra razonable»; y molesta a veces a todos los dioses del Olimpo y los llama una vez más a la tierra — no solamente al «Amor briboneillo», o a la Fortuna caprichosa, o a Hermes cochero en el otro mundo, o a Zeus que tiene sobre sus rodillas los rayos y los destinos, sino a Démeter que se presta al abrazo del robusto rey de los Cretenses, y a Marte que hace bella presa de la vestal que ha bajado a sacar agua del Tíber, y a Hércules que se deja sorprender con la saya puesta y la guirnaldita de flores en la cabeza junto a Onfale y a Venus que contempla a Baco jovencito «y su mirada se humedece en dulces deseos hasta en el mármol». Así todo el mundo antiguo es reunido en torno a la humilde joven del pueblo, amiga de un poeta alemán moderno que ha bajado a Roma desde el Norte, y alienta por toda esta poesía un soberano sentimiento de serenidad. Hasta el ritmo del dístico, con sus cesuras a medio verso que distribuyen y regulan su cadencia, parece mecerse en un bienestar fuera del tiempo. «Desde que partí de allá — confesará Goethe a Eckermann —» no he sabido nunca más lo que quiere decir ser feliz. [Traducción castellana de Rafael Cansinos Assens en Obras completas, tomo I (Madrid, 1950)].
G. Gabetti
En las elegías romanas de Goethe, Propercio resucitado se tambalea a veces por una embriaguez nebulosa de los sentidos, como le ocurría a menudo por el vino, cuando vivía. (Carducci)