El Realismo Cristiano y el Idealismo Griego, Lucien Laberthonniére

[Le réalisme chrétien et Vidéalisme grec]. En este libro, publicado en 1904, el filósofo francés Lucien Laberthonniére (1860-1932) quiere contraponer la fi­losofía griega, como abstracto individua­lismo racionalista, al Cristianismo, como concreto valor de vida moral, y al mismo tiempo proponer una concepción nueva de la mística cristiana.

Aunque puedan encontrarse expresiones y pensamientos de la filosofía griega en el pensamiento cristiano, existe entre ambos un abismo. Los griegos se dejaron atraer por la naturaleza, cuya multiplicidad trataron de unificar mediante la abstracción; con ella idealizaron a la naturaleza y la resolvieron en abstractas ideas arquetípicas de las que se desterró la vida. Quisieron resolver el problema de la vida partiendo del mundo; los cristianos quisieron resolver el problema del mundo partiendo de la vida. Por ello el idealismo griego coloca todavía ingenuamente fuera de nosotros su mundo ideal, que es sola­mente una realidad abstracta, empobrecida y apagada. El cristianismo quiere ser, en cambio, una doctrina de vida; así, no es una teoría abstracta, sino historia.

Aquí la historia no se limita a ser una crónica de los hechos, sino íntima explicación de los mismos, enseñanza, concreta doctrina, don­de lo esencial no es abstracto ni queda fue­ra de los detalles, como en la filosofía griega, sino que es el valor interno que los explica todos, del mismo modo que el ca­rácter de una persona está expresado por sus actos particulares. Por ello los aconte­cimientos son, en la Biblia (v.), concreción y realidad, pero es preciso descubrir en los hechos su íntimo valor: las almas, su des­tino, Dios con su infinito poder y bondad; la interpretación es, pues, la forma esen­cial del espíritu. El espíritu sólo podrá dar un sentido a los hechos interpretados dando un sentido a nuestra vida; a su vez, los hechos interpretados modificarán el sentido de nuestra vida. Si la verdad es interpre­tación de una realidad histórica, no será un absoluto, algo fuera de nosotros, sino úni­camente la expresión inadecuada de lo que hemos conquistado hasta ahora.

Debemos superar continuamente el valor de nuestras ideas e ir de la verdad hacia la verdad, por obra de una acción que es fe, que nos obliga a salir de toda afirmación para superarnos. Así se plantea el abstracto pro­blema del conflicto entre razón y fe: en el Cristianismo la revelación es sólo la histo­ria de la humanidad pasada: tradición; la aceptación de la revelación es, pues, sólo la aceptación de nuestra solidaridad con la humanidad pasada y presente y con Dios, la interpretación es siempre una medita­ción personal; sólo por ella comprendemos y asimilamos libremente la verdad. El hecho histórico en el Cristianismo es necesario pero insuficiente. La Iglesia, desarrollando el núcleo histórico de la verdad de Cristo, hace una vida siempre viviente, no un pa­sado vacío, en nuestra fe. Cristo es vida y camino de vida; por ello, aun siendo la verdad entera y consciente de sí misma, no ha querido convertirse a sí mismo en una teoría, porque o los hombres al seguir ru­dos e ignorantes no la hubiesen compren­dido, o la teoría divina, al iluminar com­pletamente su mente, hubiera quitado todo valor a su vida individual y a su esfuerzo personal.

La filosofía griega quería encon­trar la realidad en el puro racionalismo abstracto y se constituía en centro de la verdad; el dogmatismo quería ver toda la verdad en el pasado y en la tradición; Cris­to se hace en cambio vida perenne, tradi­ción externa, principio de vida que, empero, sólo nos sirve a través de nuestras obras, sólo si lo hacemos valer personalmente. Esta interpretación del contenido histórico del pensamiento cristiano y de la tarea de la Iglesia como intérprete siempre viva de la verdad de Cristo, suscitó polémicas gra­ves y fue la base del modernismo. Fue de­fendida por Laberthonniére en numerosos artículos publicados en los «Annales de philosophie chrétienne», de los que era direc­tor. La doctrina fue condenada por Pío X en la encíclica Pascendi (1917).

A. Biraghi