Narraciones del gran novelista español Gabriel Miró (1879- 1930). Dos partes claramente diferenciadas tienen estas narraciones: de una, la suave evocación de los recuerdos; de otra, las estampas de una semana santa y varios cuadros hagiográficos.
El humo dormido es una colección de tipos limitados por el paisaje o los interiores que Gabriel Miró describe. Ahora bien, ¿quiénes son esos tipos? Ñuño, el viejo criado de la casa; el profesor particular; el Enlutado; Mauro, el huérfano, y la pura de su hermana; la tertulia (catedrático, canónigo, magistrado) provinciana, etc. Gentes vulgares, de las que todos los días tropezamos en la calle, pero descubiertas en sus perfiles más concretos o en su intimidad más pura. La sabiduría de Miró está en sorprender las figuras en el gesto preciso, como imágenes labradas («Era viejo y cenceño, de hombros cansados, de párpados encendidos, y sus manos, de una talla paciente y perfecta, ceñidas por las argollas de sus puños de un lienzo áspero como el cáñamo»), cuando el espíritu arroja al mundo sus más puros contenidos. ¿Qué elementos emplea Miró en su arte? Ante todo, el libro es, aunque a regañadientes, un libro personal. El gran narrador levantino dice literalmente: «No han de tenerse estas páginas fragmentarias por un propósito de memorias; pero leyéndolas pueden oírse, de cuando en cuando, las campanas de la ciudad de Is… la ciudad más o menos poblada y ruda que todos llevamos sumergida dentro de nosotros mismos». Y, en efecto, si no son memorias en sentido estricto, una experiencia personal recrea — años andados — las impresiones recogidas en la niñez. Por eso el tiempo — siempre el tiempo en la obra mironiana — va a ser el móvil de todas estas páginas: ya sea concreto en los recuerdos familiares del hidalgo o hecho abstracción en la suave huella de cada día. Después de ésto, no extraña ya que las cosas, al actualizarse se presenten con una ternura, con una suave luz, que va posándose sobre los seres (el animal, el árbol, la piedra) hasta dotarlos de vida casi humana («había que esperar el verano que entreabre las salas más viejas y escondidas»).
Como en otro libro suyo, Años y Leguas (v.), el paisaje viene a ser elemento con vida en el tiempo o que, incluso, acaba convirtiéndose él en tiempo mismo. «Así se nos ofrece el paisaje cansado o lleno de los días que se quedaron detrás de nosotros. Concretamente, no es el pasado nuestro; pero nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acreditar episodios que rasgan su humo dormido». Las tablas del calendario son, como queda dicho, unas estampas de carácter religioso. Lógicamente, al leer las de Semana Santa se piensa en Las Figuras de la Pasión (v.), aunque las pretensiones sean distintas. Aquí, en estos cuadritos, como en su obra grande, está la interpretación del paisaje palestiniano a la luz del de su levante natal: de entre todos los que el libro contiene es inolvidable el que comienza las páginas del «Martes Santo» (en otra ocasión — dentro de este mismo libro — compara los paisajes de Tierra Santa y Jijona). En los cuadritos, también, la ternura hacia los niños, los elementos sensoriales adensando el contenido de las páginas, el realismo más intenso en un mundo estéticamente muy depurado o la superposición — eficazmente expresiva — de historia y realidad.
M. Alvar