Drama teológico atribuido a Tirso de Molina (Fray Gabriel Téllez, 15849-1648), publicado en la Segunda parte (1635) de su teatro, pero ya conocido y representado con el título El mayor desconfiado y pena y gloria trocadas que permanece todavía al final del drama. La acción tiene lugar en Nápoles. El ermitaño Paulo, que desde hace diez años resiste en el desierto a las mayores tentaciones del demonio, se ha dormido mientras rezaba, y ha tenido en sueños la visión de su propia muerte y de su condenación, y preocupado por su salvación, pide a Dios que le revele su destino final. En castigo de su soberbia duda, Dios permite que el demonio le tiente, así es que se le aparece en forma de ángel, y le ordena que busque en Nápoles a un cierto Enrico y contemple sus acciones y sus obras, porque el mismo será el destino de los dos en la otra vida. Paulo, tomando la insidiosa aparición como la respuesta del cielo a su pregunta, se encamina hacia Nápoles con su criado Pedrisco, en busca del hombre que le ha sido propuesto como modelo. Pero en lugar de hallar al santo que buscaba, a las puertas de la ciudad se encuentra un sanguinario delincuente que en un círculo de ladrones y mujerzuelas narra la historia de sus innumerables hurtos y asesinatos.
Éste es el Enrico designado por el ángel, y Paulo queda aterrorizado por la revelación: ¿cómo podrá él salvarse si su destino ha de ser igual al de tal pecador? Seguro de su condenación, cree injusto que el uno viva en el placer y el otro continúe sus inútiles penitencias: volverá, pues, al desierto, pero no para servir a un Dios tirano, sino para ser igual a Enrico y hasta superarle en el mal. Paulo reúne una banda de feroces bandidos y aterroriza al mundo con sus delitos. Para volver al redil a la oveja descarriada, manda Dios un verdadero ángel en forma de pastor, el cual, tejiendo la corona destinada al justo, reprocha al bandido su falta de fe y trata de convencerle, con el ejemplo de los santos, de que nadie debe desesperar de su salvación. Pero Paulo todavía resiste a la misericordia divina, y, cuando el azar le pone frente a Enrico que, huyendo de la justicia ha caído en las manos de los bandidos, él, siempre obstinado en penetrar los arcanos de la Providencia, le hace atar a un árbol, amenazándole de muerte; y después, vestido de ermitaño le exhorta a la penitencia esperando que Enrico quiera salvarse. Pero éste se burla de él, diciéndole que se preñare para ir al infierno después que muera. La última esperanza cae del corazón de Paulo; los dos bandidos, creyendo tener el mismo destino, deciden unir también en la tierra sus respectivas suertes.
Enrico, de todos modos, espera salvarse confiando en la misericordia de Dios. A pesar de su vida de delitos, él siempre ha amado y reverenciado a su viejo padre, y para tenerlo consigo, vuelve temerariamente a Nápoles, donde cae en manos de la justicia. Condenado a muerte, rehúsa la penitencia, pero cuando el padre viene a rogarle, su alma endurecida por el mal, se ablanda y pide perdón a Dios, aceptando la muerte para conseguir la vida eterna. Paulo ve el alma de Enrico subir al cielo, pero no reconoce el milagro y al ángel que triste vuelve hacia él, deshojando la corona tejida para la ovejuela perdida, le dice que para sus pecados no hay remisión. El ángel entonces le abandona y Paulo, asaltado por una partida de campesinos, cansados ya de sus delitos, muere desesperado y se precipita en el infierno. Inspirado en una antigua leyenda, cuyas fuentes se hallan en el Mahabharata (v.), el drama traduce en oposiciones concretas de sentimiento una disputa teológica vivísima en tiempos del autor: la disputa sobre la gracia y la predestinación, debatida por Molina y Báñez. En el desenvolvimiento del drama pudieron tener algún influjo las comedias Antonio Roca o la muerte más venturosa y La fianza satisfecha, de Lope de Vega; pero al contrario que Calderón y Lope, para los que el drama se genera exclusivamente, bien en la esfera de la pasionalidad inmediata, o bien en la abstracta ecuación simbólica, Tirso logra contemporizar el símbolo conceptual en la representación concreta, conservando en las personas todo el relieve sentimental que requiere el argumento. La transparencia con que ocurre el paso de lo individual a lo general, el equilibrio del juego escénico y la delicadeza del sentimiento lírico, elevan el drama a tal pureza de imágenes que se le puede incluir entre las obras maestras del teatro universal.
C. Capasso
Sólo de la rara fusión de un gran teólogo y un gran poeta, en la misma persona, pudo nacer este drama singular. (Menéndez Pelayo)