La figura histórica de Rodrigo Díaz de Vivar (1026/40-1099), llamado el Cid Campeador, por su valentía heroica y caballeresca y por su profundo sentimiento religioso, ha sido elevada a símbolo de la «hidalguía» cristiana y española y, desde las primeras manifestaciones de la épica castellana hasta el Romanticismo, ha inspirado muchísimas obras poéticas y dramáticas en España y fuera de ella.
* Ocupa el primer lugar en el tiempo y en la importancia el Cantar de mi Cid, el más antiguo documento conservado de la poesía épica española, publicado por primera vez en 1779 por Tomás Antonio Sánchez del único manuscrito que se conserva, una tardía copia que, mutilada de un folio al principio y carente de dos folios en el centro, lleva la fecha de 1307 y el nombre de Per Abat, quizás el juglar, quizás el amanuense. El poema, cuya composición se suele situar hacia 1140, revela un arte que, sin halos sentimentales ni fantásticos, se adhiere francamente a la realidad; está escrito en versos irregulares, absolutamente irreductibles a una misma medida. Se cantan las empresas de Ruy o Rodrigo Díaz de Vivar, el «Cid Campeador» («Señor de las batallas»; del árabe «sayyid» o «sid»: señor), el héroe legendario de la Reconquista española contra los árabes, muerto en 1099. El poema empieza cuando el Cid (v.), habiéndose disgustado con Alfonso VI debido a acusaciones lanzadas contra él por envidiosos, se ve dolorosamente obligado a partir hacia el destierro (1081). Apenas salido de Burgos, donde nadie se atreve a recibirle, el Cid acampa entre los áridos guijarros del río Arlanzón, reuniendo a su alrededor a un grupo de hombres resueltos a seguirle. Para proveerse de dinero envía a un mensajero, Martín Antolínez, a dos judíos, que se lo prestan, recibiendo en garantía dos pesados cofres para abrir después de un año, declarados como llenos de oro, pero que en realidad sólo contienen arena.
El Cid se dirige entonces al monasterio de San Pedro de Cardeña, donde, bajo la protección del abad, se han refugiado su esposa, doña Jimena (véase), y sus hijas, doña Elvira y doña Sol. Se despide de ellas e inicia su campaña victoriosa contra los musulmanes y hace tributaria la región que se extiende desde Teruel a Zaragoza. De su rico botín el Cid envía la parte legítima al rey. Entonces se dirige a Barcelona, hace prisionero al conde Ramón Berenguer II, pero le deja en libertad generosamente. La epopeya guerrera del Cid culmina con la conquista de Valencia (1094); desde allí envía más donativos al rey, «su señor natural», rogándole que permita a su mensajero, Alvar Fáñez, que acompañe a su familia. El rey Alfonso consiente y el Cid recibe con fiestas a su mujer y a sus hijas, mostrándoles desde lo alto del Alcázar la ciudad conquistada. Es uno de los episodios más significativos del poema, y de los más humanos; también debido a estar contenido en los límites de una realidad sugestiva, que se adivina por detalles rápidos y permite soñar. Entretanto, las riquezas acumuladas por el victorioso caudillo suscitan la ambición de los condes don Diego y don Femando, «infantes de Carrión», y aprovechan el encuentro entre el Cid y el rey, a orillas del Tajo, para pedir en matrimonio a doña Elvira y doña Sol. El Cid, pese al consentimiento del rey, cede de mala gana, y las bodas se celebran en Valencia. Pero en la corte del Cid, donde reinan la magnanimidad y el valor, los dos hidalgos cazadores de dotes son escarnecidos por su cobardía, ya ante un león huido de su jaula, ya en la batalla contra el rey moro Búcar, que ha venido de Marruecos para reconquistar Valencia. Por la siniestra rabia que les roe en secreto, meditan una vil venganza. Fingiendo querer llevarse a sus esposas a Carrión, las abandonan semidesnudas en la tupida selva de Corpes, después de haberlas azotado hasta hacerlas sangrar.
El Cid, herido a traición en sus afectos más santos, pide justicia al rey, quien convoca las cortes en Toledo, abre el debate y escucha las acusaciones contra los culpables. Tres valerosos compañeros del Cid se ofrecen a defender la justicia, combatiendo en campo cerrado y venciendo a los Infantes y a Asur González, que se había presentado como su campeón. He aquí que ante las Cortes reunidas se presentan dos caballeros que piden la mano de las hijas del Cid para sus respectivos señores, el príncipe de Navarra y el príncipe de Aragón. Nuevas bodas que hacen de ellas dos reinas. En el esquematismo de sus líneas y en la sencillez de su tesitura episódica, el poema se presenta casi todo reunido en torno a la figura del Cid. La cual predomina, ricamente delineada en sus afectos familiares, en su leal devoción al rey, en su vivo sentimiento de la equidad y de la justicia, en su fe en Dios. Siempre presente en todas partes, el Cid campea sobre un fondo de humanidad noble y generosa y conquista su vida y su grandeza en la dura realidad de cada día, bajo la urgencia inmediata de la acción. Sin duda, el arte del desconocido poeta que compuso el Cantar refleja lejanamente modalidades de expresión y procedimientos narrativos propios de la épica francesa y, especialmente, del Cantar de Roldan (v.). Pero el espíritu que le mueve es distinto, porque, en lugar de realizar el ideal, individualizándolo en forma concreta, el poeta español idealiza lo real, es decir, interpreta la historia en sus hechos caducos y contingentes y en su humana verdad, para darle un carácter universal y eterno. En oposición al arte del Cantar véase la figura típica, convencional y abstracta que asume Rodrigo Díaz en las posteriores recopilaciones de romances que toman el nombre genérico de Romancero del Cid (v. Romancero).
M. Casella
Una sola figura como la del Cid tiene más valor para una nación que toda una biblioteca llena de obras literarias, hijas únicamente del ingenio y sin contenido nacional. (A. W. Schlegel)
* Sigue el Cantar de Rodrigo que, como expresa su otro título, Mocedades de Rodrigo, narra las empresas juveniles del Cid. Existen dos redacciones del poema, una en prosa que remonta a la Crónica de 1344 y otra en verso que se fecha a principios del siglo XV y está en la Crónica rimada de las cosas de España desde la muerte del rey Don Pelayo hasta Don Fernando el Magno y más particularmente de las aventuras del Cid. La importancia del poema es notable por la contribución que aporta a la historia de la épica española cuyas esenciales cuestiones parecen ya resueltas, ya complicadas, por esta obra. Hay indudablemente huellas del más antiguo Cantar de mi Cid, pero el personaje histórico a quien el cantor había revestido con las dotes más excelsas del noble vasallo, invencible en la guerra, al servicio de la fe y de la patria, celoso de su amor propio, pero generoso y leal, se transforma aquí en un joven arrogante e insolente, que se levanta contra su propio padre y contra el propio rey, hasta el punto de desdeñar las advertencias del primero y negarse al homenaje del segundo, pero también capaz de generosidad y de compasión, como cuando deja en libertad al rey moro Burgos o cuando acoge bajo su manto a un leproso (que luego resulta ser San Lázaro). Nuestro héroe, a la edad de trece años, mata al conde Gómez Gormaz, capturando a sus hijos. Su hija menor, Jimena (v.), se dirige* al rey de Castilla y pide, para resarcirse, casarse con el matador. El rey, temiendo una rebelión de sus vasallos si castiga al joven, acepta la petición y, llamando a la corte a Rodrigo y a su padre (notabilísima es la escena entre el fiero jovenzuelo y el soberano), efectúa la unión según costumbre.
Rodrigo no puede negarse a la unión impuesta, pero promete no ver a su esposa antes de haber ejecutado por lo menos cinco grandes empresas. Manteniendo su empeño derrota a los árabes, vence al campeón del rey de Navarra, combate contra los franceses, pasa a alemania y llega hasta tierras del Papa. Vence al conde de Saboya y envía la hija de éste a su soberano para que haga de ella su concubina; cerca París y desafía a los doce pares, obligando finalmente a los sitiados a pedir la paz. El poema acaba, inconcluso, en este punto. Las gestas de Rodrigo son voluntariamente acentuadas e irreales, y recuerdan toda la tradición dé las empresas juveniles de los grandes héroes (Karlete, Mainete, etcétera); así el corcel Babieca, cuya elección le han reprochado, se convierte en un caballo fogoso, digno compañero de las empresas más audaces, y así es larga y maravillosa la historia de Tizona, la espada de las victorias. Pero más que por estos detalles que señalan un alejamiento de la antigua tradición épica española que está arraigada profundamente en la historia, tanto que de las Crónicas (la General de 1289 y de 1334 principalmente) puede deducirse todo un vasto patrimonio épico, el poema es importante por los problemas filológicos que plantea, los cuales han sido aprovechados en sus contradictorios aspectos por las diversas corrientes en que están divididos los estudiosos de la épica española: el problema de las relaciones de Francia y España sobre la prioridad de la épica y sobre las recíprocas influencias ofrece con el Cantar de Rodrigo amplio material.
El idioma ofrece datos importantes, especialmente en lo que se refiere a la aparición de los términos cultos en oposición a los términos más populares. La superposición del elemento fantástico sobrenatural y de lo novelesco son las señales más evidentes del alejamiento de la tradición histórica primitiva: momento éste de readaptación y reelaboración según los gustos de una sociedad feudal más abierta a las necesidades de la cultura. Rodrigo está ya muy alejado del semibárbaro Ruy Díaz de Vivar, hombre equilibrado y astuto, verdadero representante de la nobleza guerrera de España, obligada a vivir entre un gobierno centralizador y un enemigo siempre presente en sus fronteras.
E. Lunardi
* Del Cantar de Rodrigo derivan casi todas las obras relativas a nuestro héroe. En primer lugar el rico florecimiento de «romances» que cantan los diversos aspectos de la leyenda del Cid y forman en el cuerpo del Romancero (v.) el llamado Romancero del Cid. En los «romances» se inspiró Juan de la Cueva (1543-1610) para la Comedia de la muerte del rey don Sancho y reto de Zamora por Diego Ordóñez, iniciándose así el teatro nacional. También Lope de Vega (1562-1635) dramatizó el Romancero del Cid en la comedia Las almenas de Toro.
* En nuestra escena superó a todos Guillén de Castro (1569-1631) con sus dos comedias publicadas en 1618, que también siguen al Romancero. En la primera, Las mocedades del Cid, en tres actos y en verso, Rodrigo, amado por la princesa doña Urraca (v.) y por Jimena, todavía muchacha, es armado caballero por el rey, pero la suerte le permite emplear muy pronto su espada. El conde Lozano ofende gravemente al padre de Rodrigo, Diego Laínez, y el joven, aunque ama a Jimena, hija del conde, le desafía y mata. Jimena, obedeciendo al amor filial, va a pedir justicia al rey contra el «adorado enemigo»; el rey no se decide y Rodrigo, para cortar por lo sano, se lanza con quinientos vasallos al campo en busca de empresas guerreras. La fortuna y el valor le asisten: cuatro reyes moros vencidos se declaran vasallos suyos y toda España empieza a saludarle con el epíteto de Cid. El rey, para poner a prueba a Jimena, le anuncia la muerte de Rodrigo; la muchacha se desmaya; luego, a punto de traicionarse, promete su mano a quien le lleve la cabeza del Cid. Un campeón se presenta, pero es vencido y muerto por Rodrigo, que se convierte al fin en esposo de la mujer cuyo padre se vio obligado a matar. En la segunda comedia, Las hazañas del Cid, el héroe tiene un papel secundario.
El núcleo dramático está constituido por las luchas entre el rey don Sancho y sus hermanos, don Alfonso y doña Urraca, rodeado cada uno de ellos por la lealtad paradójica de sus respectivos vasallos. Don Sancho, después de haber arrebatado el reino a don García y a don Alfonso, quiere quitar a su hermana Urraca la ciudad de Zamora. La ciudad es defendida por el leal Arias Gonzalo y por sus cinco intrépidos hijos. Se une con los defensores el traidor Bellido Dolfos, que mata a traición a don Sancho, con gran indignación de sus compañeros. Un vasallo del rey muerto, Diego Ordóñez de Lara, se presenta entonces bajo las murallas de la ciudad donde se ha refugiado el asesino y pronuncia el famoso desafío-anatema que Castro formula palabra por palabra según uno de los más célebres romances:
«Consejo fue de Zamora, / deslealtad, traición ha sido / el matar al rey don Sancho / por las manos de Bellido; / y así, reto de traidores / primero al Consejo mismo, / a los chicos, a los grandes, / a los viejos, a los niños, / hasta a las mujeres reto, / a los muertos, a los vivos, / y reto a los por nacer, / pues sois pocos los nacidos; / y reto en vuestra Zamora / plazas, calles, y a quien hizo, / de la más humilde casa / al más soberbio edificio; / reto el pan, reto la carne, / reto el agua, reto el vino, / a las aves de los vientos, / a los peces de los ríos; / a cuanto os sustenta reto, / y en el campo desafío / al que a defender se atreva / que Zamora no ha sabido / en tan villana traición / y en tan infame delito».
Y Zamora debe, según la tradición, responder enviando cinco campeones contra el ultrajador, y Arias Gonzalo, aunque haya reprobado el hecho de Bellido Dolfos, envía a sus cinco hijos; Diego Ordóñez de Lara mata al primero y al segundo, pero al herir de muerte al tercero infringe las normas técnicas de la lucha y es declarado vencido por el muerto. El Cid es el juez de campo de la pelea, que queda resuelta con la llegada de don Alfonso, a quien todos reconocen como rey, después que el Cid le ha obligado a jurar que nada tenía que ver en absoluto con la muerte de su hermano. También aquí el autor sigue fielmente el Romancero intercalando en la obra «romances» enteros, pero la acción es inorgánica, el drama no se traduce en concretas oposiciones de sentimiento, y falta la atmósfera de fatalidad que §n el drama precedente envuelve a ambos protagonistas.
A. R. Ferrarin
La primera auténtica tragedia de la Europa moderna, un drama que hizo verter lágrimas en una época en que en algunas naciones aún no se había sabido hablar al corazón. (Voltaire)
* Del drama de Castro deriva El Cid [Le Cid], tragedia en cinco actos de Pierre Corneille (1606-1684), representada en París a fines de 1636. La acción pasa en Sevilla; Jimena y Rodrigo se aman y el padre de ella, don Gómez, conde de Gormaz, no parece oponerse a las bodas. Pero como el rey Fernando de Castilla concede al viejo don Diego, padre de Rodrigo, el empleo de ayo del príncipe, que don Gómez creía que le correspondía a él, éste afrenta a don Diego, le insulta y le abofetea. El viejo pide a su hijo la venganza que él no puede llevar a cabo; Rodrigo, después de una dolorosa lucha, obedece al deber, desafía al conde y le mata. Jimena pide justicia al rey contra el asesino de su padre, mientras don Diego excusa a su hijo y pide para sí el castigo. La Infanta, secretamente enamorada de Rodrigo, pero dispuesta a sofocar su amor favoreciendo el de Jimena, abre ahora su corazón a la esperanza. Pero ambos siguen amándose: la mujer está decidida a conseguir el castigo de Rodrigo, su muerte, para morir luego ella; el joven, en un diálogo altamente patético, pide ser muerto por ella, pero ella rehúsa, no le oculta su amor y el deseo de que él pueda defenderse contra ella. El padre indica a Rodrigo una empresa que puede vencer la desgracia, el destino: los moros están a punto de alcanzar la ciudad, para desembarcar de improviso en la noche. Rodrigo acude, al frente de pocos millares de compañeros, rechaza a los agresores y hace prisioneros a dos reyes.
El relato de la épica gesta procura al joven grandes alabanzas del rey, quien más tarde, cuando Jimena vuelve para pedirle justicia, le dice que Rodrigo ha muerto y la induce a declarar su amor junto con su dolor. Pero cuando sabe que el amado vive, sigue pidiendo justicia y, como el rey la niega, agradecido al vencedor de los moros, ella promete su mano a quien la vengue. Se ofrece don Sancho, enamorado sin esperanzas. Rodrigo está dispuesto a dejarse matar, para satisfacer a Jimena, y se lo dice: pero ella no puede resistirlo y le ruega que triunfe, que la salve de don Sancho. Cuando éste, derrotado, va a entregarle su espada, ella, creyendo que ha matado a Rodrigo, se lanza contra él, manifestando su amor a grandes voces; pero Rodrigo está vivo y vencedor; y ella ya no oculta su sentimiento. Algún día se casarán; nuevas empresas del joven héroe, el tiempo y la voluntad del soberano, salvarán todos los impedimentos a la unión, a la felicidad de la que son tan dignos. Corneille conocía dos «romances» españoles sobre el heroico Cid y el pasaje que a él se refiere en la Historia General de España (v.), de Juan de Mariana; pero encuentra todo el material en el drama de Castro. Colorido y épico, extendiéndose durante varios años, el drama español le proporciona también el amor de ambos jóvenes preexistente al trágico hecho que les separará, o sea la lucha entre el amor y el honor; pero ésta se perdía entre excesos novelescos y aventuras épicas. Corneille se fija en el debate íntimo, reduce la acción a lo esencial, limitado a veinticuatro horas (como exigía ya el gusto francés), reducido a una aguda crisis de almas. Si la aventura es novelesca, amorosa, vehemente, dando a la obra una eterna juventud, la vida profunda es la lucha entre el amor y el deber, el contraste íntimo, la aventura moral: como sucederá en adelante en la tragedia francesa, que en el Cid está ya construida, definida.
Aquí el nudo es tanto más patético cuanto que Rodrigo debía matar a don Gómez para ser digno de Jimena, y ésta ha de pedir justicia contra el amado para ser digna de él. Lo que aún queda de novelesco (la obra se llamó al principio «tragicomedia»), el fondo heroico, guerrero, todo está fundido, inflamado por la pasión de honor en la que se atormentan y exaltan ambos protagonistas. Los fragmentos líricos, la melancólica Infanta y el rico material no sin esfuerzos ceñido a la unidad de tiempo y de lugar, muestran que la obra, destinada a fijar la tragedia, fue concebida con una libertad fantástica que Corneille y la tragedia clásica no se concederá nunca más. Las malignas y mezquinas censuras de Georges de Scudéry y de la Academia indican también la sorpresa ante esta libertad genial y viva. En el Cid se refleja la Francia de Richelieu, todavía fervorosa, joven y ya presta a ceñirse a la regla necesaria. Cierto aire entre preciosista y oratorio, propio del XVII francés, es carácter peculiar de Corneille, el cual pocas veces como en ésta ha sabido vencerlo con el calor de la pasión. V. Lugli
El interés del Cid no reside en su color histórico sino en su verdad humana. (Lanson)
Aunque torpe y «bonhomme» en la vida, Corneille tenía un sentido innato de la grandeza, y el mejor Corneille demuestra cómo en la elocuencia es posible ir más lejos sin que se transforme en declamación. (Du Bois)
El único deber que tienen los personajes de Corneille es el de resultar magníficos, no tanto a los ojos de los demás como ante sí mismos, pues de este modo se es fiel a la grandeza innata del hombre. (A. Beguin)
* Las muchísimas otras obras en las que vive la figura del «valiente castellano» son: Epopeya del Cid, poema incompleto de Francisco Cascales (1564-1642); El noble siempre valiente de Fernando de Z árate y Castronovo (1660), que deriva de la comedia El cobarde más valiente, de Tirso de Molina (15849-1648); La jura en Santa Gadea (v.), de Hartzenbusch; El Cid Campeador (1851), de Antonio de Trueba y La Quintana (1819?- 1889); La leyenda del Cid, de José Zorrilla y Moral (1817-1893); Doña Urraca de Castilla, de Francisco Navarro Villoslada (1818- 1895). Durante la época romántica escribieron poesías Víctor Hugo, J. M. de Heredia, Leconte de Lisie, etc. Es célebre la traducción del drama de Castro en alemán, hecha por J. G. Herder en 1802.
* En el Cid de Corneille y en el de Guillén de Castro se inspiraron D’Émery, Louis Gallet y Edouard Blau al trazar el libreto para la ópera homónima con música de Jules Massenet (1842-1912) y representada en París en 1885. Pero no puede considerarse una de las mejores composiciones del autor de Manon (v.); cierta facilidad melodramática al halagar el gusto del público y una carencia de unidad dramática son los principales defectos de esta obra que refleja, en algunos puntos, la influencia de Verdi. La personalidad de Massenet es, sin embargo, fuerte y definida, sobre todo en algunas hermosas páginas de cálida melodía.