[Il candelaio]. Comedia en cinco actos de Giordano Bruno (1548- 1600), escrita probablemente en París, en 1582. Consecuente con su manera fantasiosa y extraña de razonar y de escribir, tratando siempre de salvarse, pero en espera de una revelación gratuita, el autor acompaña a la comedia de un círculo de dedicatorias y de parlamentos, de un «antiprólogo» y de un «proprólogo»; juega oscuramente con personajes alegóricos, hasta que poco a poco y con trabajo, deja de lado las preocupaciones doctrinales y se abandona a la de la creación fantástica. Para comprender la obra, es preciso observarla desde los dos términos opuestos: el de la polémica cultural y el de la tradición cómica, a la que el teatro italiano había fijado un orden, siempre observado, de tipos cómicos (los enamorados, los sirvientes, el pedante, etcétera). Si en la polémica siempre prevalece por encima del rigor de la deducción lógica, el acento repetidamente notado de la investigación personal, cuando se acerca al mundo cristalizado de la comedia italiana, trata de animarla con la novedad de movimiento y de ritmo con que la renueva la experiencia de los comediógrafos napolitanos, y con la audacia que la interpretan, procediendo de otro modo, los autores extranjeros: así, la bellísima comedia, que en su comienzo inicial y por el aparato de que se rodea parece un episodio de la guerra declarada por Bruno contra el academicismo, el conformismo y la pedantería, cede luego a los requerimientos de una fantasía complicada y amarga, que retarda el momento de sumergirse en el mundo humano y se pierde en una perpetua algazara sensual y fraudulenta. La trama está anudada por tres motivos. «Son tres materias principales — explica el autor en el «argumento y orden de la Comedia» — tejidas juntas… el amor de Bonifacio, la alquimia de Bartolomeo y la pedantería de Manfurio; pero para el buen conocimiento de los sujetos, y en razón del orden y evidencia de la artificiosa disposición, hablemos primero del insípido amante, luego del sórdido avaro y por fin del pesado pedante; y como el insípido no puede menos de ser a la vez pesado y sórdido, el sórdido es igualmente insípido y pesado, y el pesado es tan sórdido e insípido como pesado».
El esquema es para nosotros tan poco válido como lo fue para el autor, incapaz de dominar narrativamente o de ordenar descriptivamente una materia, rica y feraz, aun dentro del propio desorden. Bonifacio, que es el que más escenas y diálogos ocupa, y en torno al cual trabajó el poeta con ansia sarcástica, con deseo encubierto de fantasías despechadas, se ha enamorado de la cortesana Vittoria, con menosprecio de su mujer, Carubina; pero como no quiere gastar, piensa que más vale obtenerla a fuerza de encantamientos; y como siempre hay bribones dispuestos a secundar los deseos e ilusiones de los tontos, Bonifacio encuentra a Scaramuré, fingido mago. El embrollo se produce según una fórmula conocidísima, cuando el nigromante, para mejor volver al fantástico y enamorado Bonifacio a la realidad, logra con poco trabajo, que Vittoria sea sustituida por Carubina. La desilusión viene acompañada de la pena: sobre Bonifacio, disfrazado con los vestidos del pintor Gioan Bernardo, mientras litiga con Carubina disfrazada de Vittoria, se desencadena la furia de los chantajistas vestidos de esbirros, que lo conducen a una fingida prisión, y Gioan Bernardo convence a Carubina para que se vengue de su marido haciendo lo que él pensaba hacer. Menos importante es el papel de Bartolomeo, enamorado del oro y de la plata, y que también deberá contentarse (siguiendo al inolvidable Calandrino de Boccaccio) con perder el bien que posee por fantasear con sueños imposibles. Cencío, tan fingido alquimista como Scaramuré es falso mago, le estafa sus buenos seiscientos escudos; pero también cae en los fingidos esbirros que para llevarlo a la prisión le atan a un Consalvo, droguero, a quien él atribuye sus amarguras, y fácilmente le roban cuanto le queda.
El papel menos importante es el del pedante Manfurio, de cuya ignorancia se burla el señor Ottaviano; pero él, siempre dispuesto a volver a las andadas, imperturbable y testarudo, quejumbroso e infrangible; cuando escapa de las manos de los falsos esbirros, puede elegir entre la multa, los golpes o los palos; recibe por todas partes, pero aún le queda aliento para decir lastimeramente «plaudite». Entre tanto, Vittoria asiste imperturbable a las peripecias de los amores y de las befas, arrojando sobre la comedia, portentosamente ágil e importuna, la mesnada de bribones: Barro, Marco, Corcovizzo, Sanguino, y arrastrándolo todo a un ritmo frenético. Ya desde el «Antiprólogo» el actor que ha de representar a Bonifacio, yace en el lecho ebrio y divaga: «Sea, ímpetu, ímpetu, sea». Así termina el encuentro del poeta y la comedia: aquél, contradictoriamente alegre y triste, disuelve la aventura picaresca en el sueño de una hora embriagada de un mundo de imposibles fantasías.
M. Apollonio
Bruno desahoga en esta su obra sus cualidades poéticas y literarias. El escenario está en Nápoles, la materia la constituye el ambiente plebeyo y vulgar, el concepto es la eterna lucha entre tontos y pillos, su espíritu es el más profundo desprecio y hastío de la sociedad, y su forma es cínica. Es el fondo de toda la comedia italiana de Boccaccio a Aretino, pero mientras los demás se estrellan, en especial Aretino, él se separa y permanece por encima de ella. (De Sanctis)
Comedia vulgarmente desaliñada y tediosa. (Carducci)
Aquí, ante la estupidez y la vileza, no hay repugnancia ni frialdad: Bruno se interna con furia, satirizando, exagerando y dando sacudidas a sus personajes; sin embargo, hay mucho menos sentimiento y verdad que en el sobrio Maquiavelo. Bruno se refugia en el ultrarrealismo y al propio tiempo queda abstracto. Parece como si en él hubiera dos almas no fundidas: la de la plebe, que se revuelca por el fango y se chancea, y la del filósofo que se eleva a lo universal. (B. Croce)