[Éducation progressive ou Étude sur le cours de la vie]. Obra publicada en Ginebra desde 1836 al 1838. La autora parte de la concepción religiosa de la vida humana como «educación incesante», cuya finalidad es la perfección interior perseguida por dos grandes fuerzas del espíritu, la voluntad y la esperanza, que santifican la vida presente encaminándola hacia la vida futura. Valiéndose de las observaciones directas y personales, iluminadas por una fe profundísima, Albertine Necker describe esta «historia del alma», especialmente desde el nacimiento hasta la adolescencia, en su gradual avance de edad en edad, cada una de éstas con características especiales. En los primeros meses de vida el niño entra en relación con el mundo físico y moral, no sólo mediante la aptitud para «recibir» las impresiones sensoriales, sino también gracias al concurso de una disposición «activa», el instinto, que cada vez deja mayor lugar a las facultades del espíritu, de manera especial a las más importantes, la memoria y la imaginación, y a la actividad volitiva consciente.
Mientras a los ojos del niño va revelándose un mundo de objetos reales en donde, confusamente, ya distingue relaciones constantes de causa y efecto, se despierta el primer sentimiento moral, suscitado por el rostro de la madre, por «la simpatía», fuente de comunicaciones intuitivas entre el niño y las personas que lo cuidan, y, como consecuencia, de infinitos progresos. Al año, se hace ya muy vivo el progreso intelectual testimoniado por el prodigioso perfeccionamiento del lenguaje. A los cinco años ya empieza la instrucción intelectual «premeditada»; Albertine Necker exige que se funda armoniosamente con la formación moral partiendo del fundamento común de la idea de Dios; en ésta, la religión debe tener el primer lugar como «principio de vida» y «causa de actividad» de la inteligencia y del corazón para el perfeccionamiento propio y ajeno. La finalidad de la enseñanza es formar armónicamente todas las facultades del niño acercándole a la naturaleza, a la conquista del trabajo humano, a las artes, a la historia. Respecto a los métodos de enseñanza, Albertine Necker observa que nunca ninguno es definitivo y que han de estimularse todos los nuevos experimentos.
Revisten particular importancia los medios que el educador emplea para despertar «la cooperación activa» del niño en cuanto éstos también influyen en la formación del carácter; Albertine Necker censura toda incitación al amor propio y a la emulación, y quiere que se apele a sentimientos como el amor filial y el amor a Dios, y que sobre todo se enseñe al niño a hacerse dueño de sí mismo. De los cinco a los siete años es especialmente necesaria la educación «de la obediencia» que, de involuntaria y casi mecánica, debe convertirse en reflexiva y voluntaria, sustentada por el afecto y la estima hacia el educador. De los siete a los diez años, el desarrollo de la inteligencia hace disminuir la espontaneidad y la gracia del niño, pero aún no influye en la solidez de su moral; surgen así nuevas dificultades que tan sólo pueden superarse con una verdadera y apropiada enseñanza religiosa. Albertine Necker insiste en la necesidad de atender, en estos años, no sólo a la memoria, sino también a la imaginación, cada vez más robusta, mediante el juego, la visión de cosas bellas y las lecturas.
De los diez años en adelante la educación de los dos sexos se diferencia. En los varones, la creciente necesidad de independendencia engendra intemperancias que solamente pueden evitarse dando una forma más activa y alegre a su vida, por ejemplo, con frecuentes distracciones y juegos al aire libre. Pero pronto es casi siempre necesario recurrir al colegio, ya que la educación privada es incapaz de forjar los «virtudes varoniles» que el hombre necesitará en la vida pública. Albertine Necker dedica observaciones más extensas a la educación femenina al examinar el curso completo de la vida de la mujer, ya que “así le parece más sencillo divisar el avance sobremanera interno de la formación humana hacia un fin eterno. La educación progresiva de la mujer se identifica, por esto, con el desarrollo íntimo del alma, que a través de los efectos y los acontecimientos de la vida se dirige hacia Dios, actualizando en la obra cotidiana las verdades de la fe. Pero las páginas más sentidas y significativas de la obra son aquellas en que expone sus propios principios sobre la educación moral, en forma de consejos a un hijo ya adulto, iluminando la eficacia sublimadora de la paternidad, por la cual el hombre, al sentirse investido de una misión sagrada, se despoja de todo egoísmo.
La actuación educadora del padre hacia el hijo es comparable a la de Dios hacia el hombre, en cuanto las dos se dirigen a conducir a la perfección moral a un ser que por sí solo es débil y dominado por deseos desordenados. Precisamente como consecuencia de este juicio sobre la naturaleza humana, tal vez derivado de su fe calvinista, Albertine Necker sostiene la obligación, por parte del padre, de hacer valer su propia autoridad con el simple mandato, sin inútiles tentativas de persuasión, y por parte del hijo la de obedecer sin discusión. Las finísimas observaciones de Albertine Necker, hijas no sólo de una aguda penetración del pensamiento pedagógico de Rousseau, de Pestalozzi y de Kant, sino especialmente de una exquisita experiencia de madre y de educadora cristiana, han sido ampliamente apreciadas por la pedagogía posterior, de manera especial por los pensadores del Risorgimento italiano.
E. Codignola