Parece ser que en 1713, el mismo año de su fundación, la Real Academia Española trazó ya un plan para la formación de un diccionario. En él se fijó previamente una lista de un centenar de escritores considerados como maestros del idioma, cuyas frases habían de autorizar las palabras recogidas. Por esta circunstancia suele ser llamado «de Autoridades» el que comenzó a publicarse el año 1726, en Madrid, por Francisco del Hierro, impresor de la Academia, labor que se dio por terminada con el tomo sexto, en 1739. Preceden al texto un prólogo, una historia de la institución, varios discursos proemiales, uno sobre el origen de la lengua castellana, otro sobre las etimologías y el tercero sobre la ortografía; la lista de las «autoridades» elegidas «repartidas en diferentes clases, según los tiempos en que escribieron, y separado: los de prosa y los de verso».
Para esta tarea se utilizó el Tesoro (v.) de Covarrubias y sus adiciones, al que los académicos estiman como guía pero reconociendo que no había agotado «aquel dilatado Océano de la lengua castellana». Su fin no es enmendar ni corregir aquélla, sino solamente el de explicar las voces, frases y locuciones, y desterrar y dar a conocer los abusos introducidos. Aunque sus redactores proclaman haber incluido voces peculiares de algunas provincias y reinos de España que no son comunes en Castilla, el criterio académico, a tono con la política del momento, es marcadamente centralista, ya que se anotan las voces «que están recibidas debidamente por el uso cortesano». Fruto de su tiempo son el historicismo y el centralismo, las dos características dominantes, según ha señalado Amado Alonso, en el Diccionario, en el que ya no se concibe la lengua «como en perpetua formación, que admiramos en los clásicos, ahora se la concibe como un instrumento concluso y listo».
Las normas ortográficas se mantienen en una vigilante observación de las palabras, «de suerte que no se obscurezca su primitivo origen», y de entonces data el restablecimiento de la b y v latinas, el de la g y la j, y el de la h, así como el de los grupos de consonantes latinos. Así cobraba plena vigencia el lema académico de limpiar y fijar la lengua, como premisas indeclinables para su esplendor. Agotada la edición, el Diccionario académico fue reimpreso en 1770, en cuyo año apareció el tomo I, y en 1780 salió a luz un resumen del mismo, en un solo volumen, despojado de las citas de autoridades, que ha venido reeditándose, con sucesivas mejoras y adiciones, siendo la última aparecida la decimoctava edición, en el año 1956. La segunda data de 1783, impresa por Joaquín Ibarra, y contiene seis páginas de suplemento que corresponden a las tres primeras letras del alfabeto. La tercera es de 1791, y en ella se intercalan las adiciones correspondientes a las letras D, E y F. La cuarta es de 1803, impresa, como la anterior, por la viuda de J. Ibarra, y como novedad incluye la consideración como letras especiales de ch y la 11. La quinta y sexta edición aparecieron, respectivamente, en 1817 y 1822; la séptima es del año 1832 y en ella se modificaron algunas abreviaturas y se agruparon en un solo artículo las acepciones de una palabra. En la octava, de 1837, hay algunas modificaciones ortográficas; y en la novena, aparecida en 1843, se segregan los tecnicismos exclusivos, como se había hecho en la anterior.
La edición décima data de 1852, y la siguiente de 1869, primera en la que se omiten las equivalencias latinas de las voces contenidas en el Diccionario. La duodécima, de 1884, ofrece etimologías de casi todos los vocablos contenidos, fruto de una dilatada tarea, desigualmente apreciada por la crítica y el público, que polemizaron largamente sobre la cuestión, pero que supone un innegable progreso sobre lo anterior. Las dos ediciones siguientes, la decimotercera y decimocuarta, datan respectivamente de 1899 y .911, y la decimoquinta, aparecida en 1925, supone una acusada diferencia respecto a las anteriores. Con ella se inicia la denominación actual de Diccionario de la Lengua Española, lo que justifica en la introducción «como consecuencia de esta mayor atención consagrada a las múltiples regiones lingüísticas, aragonesa, leonesa e hispanoamericana, que integran nuestra lengua literaria y culta». En efecto los americanismos y regionalismos apuntados tienen amplia cabida en la referida edición. La siguiente apareció en 1939, y tanto ella, como las dos últimas mejoraron constantemente esta amplia norma marcada en la de 1925.
M. García Blanco