[Ab Urbe condita libri]. Al día siguiente de la batalla de Actium, que devolvió la paz y concordia al imperio romano agitado por un siglo de guerras civiles, Tito Livio (59 a. de C.-17 d. de C.) concibió el proyecto de narrar la historia de Roma en una obra que por su amplitud de líneas, elevación de miras y nobleza de forma fuese digna de la grandeza del tema: de estas cualidades carecían las narraciones, por lo demás extensas, de los analistas de la época ciceroniana. Ya en 27 ó 26 a. de C., Livio publicaba los primeros libros de su obra que le granjearon la admiración universal; y ya después consagró a la gigantesca obra todo el resto de su vida. Llegó a componer 142 libros, que constituyen la obra más voluminosa de toda la literatura latina. La narración partía de los orígenes de Roma hasta llegar a la muerte de Druso (9 a. de C.). Tan ingente mole no podía afrontar integra el paso del tiempo: poseemos los libros I-X y XXI-XLV, poquísimos fragmentos del resto, y, de todos los libros, los sumarios (Periochae), hechos bastante tarde, quizá sobre un epítome del siglo primero, del que se valieron escritores como Orosio y Floro.
Livio, que tenía educación de retórico, como la mayoría de los historiadores romanos, estaba lejos de una concepción científica del trabajo historiográfico: su ideal no era la búsqueda ni la crítica de documentos, sino la fusión de la tradición literaria existente en una unidad armónica. Por esto el valor histórico de la narración de Livio depende del valor de las fuentes, que reelaboró libremente según sus exigencias artísticas, sin tener en cuenta su valor intrínseco. Allí donde descubría contradicciones o falsificaciones, indicaba las distintas opiniones ajenas o sus propias dudas, pero no entraba en discusiones, que habrían turbado la unidad artística de su obra o habrían retrasado su continuación. A las obras más antiguas, pero pobres de materiales, prefirió, pues, las producidas por la más reciente analística, llenas e invenciones, pero difusas, y pasó sin entretenerse sobre épocas arcaicas. Los diez primeros libros comprenden desde los orígenes hasta el año 293, mientras que los otros que han llegado hasta nosotros van desde el 218 hasta 167, es decir, la narración va ampliándose más y más a medida que el autor se aproxima a su tiempo. Y esto se verificaba también en la parte ahora perdida, con real ventaja para el valor histórico del relato. Por lo demás, Livio no experimentaba por las edades más remotas la curiosidad del arqueólogo, sino más bien una sensación entre romántica y religiosa de admiración, que le hacía encontrar un arcano significado de amonestación en las leyendas sobre la infancia de un imperio amado por los dioses.
La romántica contraposición de la vida heroica y sencilla de un Lacio remotísimo con las pompas y los vicios de su edad, junto con la firme convicción de un designio divino, infunde a la exposición de la historia arcaica una emoción poética tanto más comunicativa cuanto menos se expresa en efusiones retóricas; puede a lo sumo notarse algún eco de poesía en el léxico o en la gramática. Pero gracias sólo a su propia emoción, Livio ha conseguido los medios para infundir una insuperable vitalidad artística a los héroes de la leyenda, Coriolano (Libro II), Cincinato (L. III), Camilo (L. V), o a las heroínas en las que se compendiaban las virtudes de una estirpe: Lucrecia (L. I), Clelia (L. II), Virginia (L. III). E autor no quiere recrear a estos y otros personajes prestándoles una individualidad personal, que forzosamente habría sido ficticia y nada convincente (véanse las prolijas y vacuas prosopopeyas de Dionisio de Halicarnaso), sino que, con el lenguaje que les presta, les reviste de una nobleza de sentimientos toda ella romana, que, si bien los hace algo impersonales, los eleva de la realidad cotidiana a la región de la poesía y la leyenda. Pero la parte más inspirada de toda la obra era la tercera década, dedicada a la guerra de Aníbal. Livio participa con intensa emoción en los dramáticos hechos de esta guerra; en la heroica resistencia de Roma, él, que por su viva fe en el destino dominador de la ciudad, no se para a buscar una causalidad terrena, ve cumplirse más claramente la voluntad divina.
Su lenguaje, siempre elevado, retrata hombres y acontecimientos en toda su grandeza; el paso de Aníbal a través de los Alpes helados, las grandes batallas en las que perecía la flor de la juventud de Italia, el cambio gradual de las suertes, hasta que, gracias al genio de Escipión, del repentino hundimiento del sueño de Aníbal salió la fortuna imperial de Roma, hallan en Livio un narrador apasionado que sin hechizo de artificios, con su misma sobriedad de expresión, arrastra al lector a compartir su fe en Roma. La emoción llega quizás a su punto culminante en la narración del primer gran éxito conseguido en Italia sobre los cartagineses en la batalla del Metauro. Con dramática rapidez, el escritor pasa de la temeraria marcha de Claudio Nerón a la expectación que se apodera de Roma, a la aglomeración del pueblo a lo largo de las calles recorridas en su fantástica marcha por los legionarios: votos, plegarias, loores, expresan cuánta esperanza de salvación pone en ellos la patria. Y, después de la batalla, la llegada de la primera noticia a Roma. Aquí, donde el pueblo, desde la aurora al ocaso, durante días y días había permanecido en el Foro, ansioso de nuevas, y el Senado había aguardado, en sesión permanente en la Curia, el anuncio de la victoria después de tantas derrotas, no encuentra crédito alguno; tanto más ardiente estalla luego la alegría y la gratitud hacia los dioses y los hombres que, por fin, recibían con la victoria el premio de tan largos y tenaces sufrimientos.
Pero en el campo enemigo, Aníbal, al serle presentada la cabeza cortada de su hermano Asdrúbal, en su inmenso dolor tiene el presentimiento de la catástrofe y exclama que reconoce el destino de Cartago. Desde aquí empieza, en efecto, el desquite romano, culminado en Zama. Si el relato de esta batalla, al igual que en el de las precedentes, carece en Livio de brillantez e interés, debido ya sea a las fuentes, ya a la poca competencia del escritor en temas militares, en compensación el arte con que Livio hace sentir al lector la grandeza del momento que decide la historia del Mediterráneo y del mundo, alcanza las más altas cimas de la fuerza dramática. El relato termina con la contraposición de la risa desesperada de Aníbal ante el ruin egoísmo de sus conciudadanos y el triunfo de Escipión; pero sobre el consuelo de este instante tan esperado proyectan una sombra las palabras de Aníbal a los cartagineses: «Ninguna gran ciudad puede descansar por mucho tiempo; si no tiene enemigos en el exterior, los encuentra dentro de sí misma, como los cuerpos más robustos, que mientras parecen protegidos contra toda fuerza exterior, son atacados por su propia vitalidad». Tal es el destino que aguarda a Roma cuando haya triunfado de todos los pueblos del Mediterráneo. La cuarta década comienza con un parangón famoso, en el que Livio se compara a sí mismo con el que, entrando en el mar, va avanzando hacia adentro; a cada paso que da, el agua va subiendo, lo que hace cada vez más difícil su avance.
De igual modo para el escritor el material que le ofrecía la historia de Roma parecía aumentar continuamente ahora que se disponía a narrar la conquista del mundo. En esta parte, en la que Livio, sobre las grandes guerras orientales, reproduce sustancialmente a Po- libio, de quien conservamos extensos fragmentos, aparece a lo vivo su método de trabajo. Traduce la fuente con bastante fidelidad, enriqueciendo el relato con un bello ropaje de estilo que en vano había buscado Polibio. Pero es también notoria la preocupación de Livio por no ofuscar la visión de la grandeza romana. En efecto, no sólo omite todo lo que no atañe directamente a Roma, sino también los hechos, a veces bastante importantes para la comprensión histórica, por los que la conducta o los hombres de Roma podrían aparecer, en guerra o en política, mezquinos. Pero exceptuadas estas omisiones, la elaboración personal no es profunda. La excelencia de las fuentes disuadía ciertamente a Livio de modificar demasiado sus datos. Pero son excesivamente ligeros los discursos puestos, como en las otras partes de la obra, en boca de hombres de estado, generales, etc. En estos discursos libremente construidos, no sólo hace Livio trabajo de retórico, sino que expresa en forma objetiva las condiciones en que se desarrollaron los hechos, ya que hace decir a los personajes aquello que la situación le parece cada vez exigir, con lo que así da a la narración un fundamento pragmático. Pero es de observar cómo al lado de los grandes éxitos de la política y de las guerras externas, aparece siempre en mayor contraste la corrupción de costumbres, consecuencia de la misma prosperidad fruto- de las conquistas.
Livio, que desde el prólogo ha establecido la comparación entre la grandeza moral antigua y las miserias del presente, cuando los romanos no pueden soportar los males que afligen, ni sus remedios, siente con dolida intensidad, como efecto de su misma elevación moral, la doctrina ni original ni profunda que, indicando la razón de los cambios de los estados al cambiarse las costumbres, anunciaba para Roma una próxima decadencia, puesto que las riquezas de la conquista habían hecho olvidar, junto con la sobriedad, disciplina y devoción a la patria, el secreto de la victoria. Incluso la parte menos feliz de la obra de Livio, la narración de las más antiguas guerras, que las fuentes habían modelado sobre las luchas de los gracos, está animada por el presentimiento de la lejana catástrofe que precipitaría a Roma en las guerras civiles. Así como en la parte, hoy perdida, correspondiente a la guerra de César y Pompeyo no temía expresarse en favor del segundo, así al tratar de las luchas de clase, Livio no podía simpatizar con los demagogos e innovadores. Pero ni aquí ni en ningún otro lugar puede sorprendérsele falseando deliberadamente los hechos, tan profundos y sinceros eran el entusiasmo y la fe en el destino de Roma. El estilo, armonioso y fluido, sabe alejarse sin esfuerzo de toda monotonía, adaptándose mediante imperceptibles transiciones a las más diversas situaciones, ora nervioso y dramático, ora solemne, ora evocativo y escultórico, ora abundante, coloreado y pintoresco. La obra de Livio fue verdaderamente digna de la grandeza de Roma por el sentido religioso y el ethos que la anima, no menos que por sus bellezas artísticas y por su probidad histórica. [La primera versión peninsular de las Décadas de Tito Livio fue, según parece, la traducción catalana anónima, cuyo manuscrito se conserva en la biblioteca del British Museum y que no se hizo sobre el texto original latino, sino sobre la versión francesa de Pierre Bersuire, que estaba ya terminada en 1355.
La traducción catalana, tal vez debida a Guillem de Copons, puede ser fechada a fines del siglo XIV o principios del XV, y sigue tan fielmente la versión francesa que copia incluso la dedicatoria de Bersuire al rey de Francia, Juan el Bueno. Sobre esta misma versión francesa y posiblemente a través de la traducción catalana que acabamos de mencionar, se hizo la primera versión castellana debida al poeta y cronista Pero López de Ayala (1332-1407), realizada según parece en los primeros años del siglo XV e impresa por vez primera en Salamanca, 1497. La mejor traducción clásica es la de Las catorze décadas de Tito Livio debida a fray Pedro de la Vega, de la Orden de San Jerónimo, Zaragoza, 1520, completada más tarde por Franzisco de Enzinas, a quien se debe la más antigua versión que se hizo en ninguna lengua europea de los cinco últimos libros de la 5.a Década después de haber sido descubierta por Simón Cryneo en la abadía de San Gall en 1531, versión publicada por vez primera en la reedición de la traducción de fray Pedro de la Vega, impresa en Colonia, 1553. Modernamente la mejor traducción castellana es la de Francisco Navarro y Calvo, Madrid, 1888-89 (7 vols.)].
A. Passerini
Ilustre en primer lugar por la elocuencia de su estilo y por su veracidad. (Tácito)
Herodoto no desdeñaría ser igualado a Tito Livio, el cual no sólo posee una maravillosa dulzura y un clarísimo candor en narrar, sino que sobresale en la expresión elocuente más de lo que se puede ponderar, tan apropiado es lo que cuenta a las personas y cosas. (Quintiliano)
Livio, que no yerra. (Dante)
Livio siente una alegría continua de ser y sentirse romano. (C. Marchesi)