Del Sentido de Las Cosas y de la Magia, fray Tommaso Campanella

[De sensitiva rerum facúltate, y después: De sensu rerum et magia]. Obra filosófica de fray Tommaso Campanella (1568-1639), escrita en varias redacciones latinas e italianas entre 1590 y 1607, publi­cada en latín en 1620 y en italiano en 1925. La composición de la obra, que consta de cuatro libros, inspiró la idea de la inexplicada simpatía y antipatía de las cosas, admitida por G. B. Della Porta en su De humana physiognomonia.

La tesis funda­mental de Campanella es que si los ani­males tienen sentimiento, los elementos y el mundo sienten, porque nada puede haber en los efectos que no esté en las causas. Y el sentido no es pasividad ni se realiza por «información de pura potencia», como quiere Aristóteles, sino por «inmutación» parcial del que siente, el cual, con razona­miento tan rápido que no se advierte, juz­ga «con percepción racional» de las cosas que producen la mutación en él. Si en los elementos del mundo no existiese el sentido, el mundo sería un caos, puesto que ninguna cosa tendría motivo para actuar la destrucción de los contrarios ni la genera­ción de los semejantes. El instinto es im­pulso de naturaleza sintiente, y hasta el horror del vacío, provocado por todos los entes, postula al sentido. El mundo es un animal mortal; negarle sentido porque no tiene ojos ni boca ni oídos es lo mismo que negar la vista a quien está en campo raso, porque no tiene ventanas. La materia (libro I), de por sí informe y tenebrosa, es capaz de sentir y desear todas las di­versas formas. Pero ni sentido ni alma salen del seno de la materia, sino de la propiedad del agente. El alma es espíritu cálido, sutil, móvil, apto para sentir y padecer; lo cual es demostrado por el modo de formarse del animal, aun en la genera­ción espontánea, y hasta por la muerte y otras pasiones animales.

Ese espíritu es también alma, en sus diversos grados de alma cognoscitiva, irascible, concupiscible y motora, y que aparece distinto sólo a causa de los diferentes órganos en que ha­bita. Todos los sentidos (y el discurso, la memoria y la inteligencia que se derivan de ellos) se reducen al tacto, y todas las partes del animal, sin excluir ninguna, sien­ten. Esta doctrina, que reconoce el sentido en el «cuerpo sutil», puede explicar la multiplicidad y variedad simultánea de las sensaciones, y esto sería imposible con la doctrina de Aristóteles, del cual el autor tiene por superfluo el llamado «sentido común». Además, el alma no es forma, sino señora del cuerpo, y sólo la «mente» que Dios da al hombre puede ser forma del cuerpo. De la infinidad del pensamiento humano, Campanella infiere su inmorta­lidad y divinidad, no pudiendo admitirse que lo infinito de su valor tenga origen en lo que es finito. Por lo demás cada cosa es y opera como instrumento de la pri­mera causa, que es también el sumo fin de toda cosa creada. El sentido es conocimiento verdadero, la memoria es sentido debi­litado; el conocimiento discursivo es sen­tido «extraño y remoto», el intelecto es sentido lejano y confuso. Pero el primero y verdadero saber, activo y no pasivo, es el sentido de sí mismo, el sentido íntimo («abditus»); y el sentimiento de las cosas exteriores, que más arriba se ha llamado conocimiento verdadero, es secundario («superadditus») con respecto a él, que se parece al conocimiento de Dios, el cual no tiene pasión.

A la humana mente inmortal la posibilidad del error le viene de hallarse envuelta en el «espíritu». Por ana­logía’, Campanella atribuye al mundo tam­bién un alma inmortal; si así no fuese, el hombre que forma parte del mundo sería superior al todo. El cielo y las estrellas (libro III) son ígneos y sintientes, y mo­vidos en virtud de su sentido. Y quizá los cielos estén movidos por mentes angélicas. Nosotros no podemos percibir los seres bie­naventurados que moran en las estrellas, por la opacidad de las exhalaciones terres­tres. Tienen también sentido la luz, el fuego, la tiniebla, el frío, la tierra, el aire, los vientos. Al aire se le ha concedido la pro­piedad de percibir las cosas futuras o le­janas y comunicarlas en sueño a los hom­bres. Pero se distingue la adivinación na­tural, que se efectúa en el espíritu, y es común a. los animales, de la sobrenatural, que se efectúa en la mente. El libro IV está dedicado a la magia, ciencia especu­lativa y práctica a un tiempo, que se dis­tingue en magia divina, imposible sin la gracia de Dios, magia natural y magia dia­bólica. Acerca de esta última se debe ca­llar. La magia natural la operan los hom­bres de ciencia y consiste en imitar a la naturaleza y se llama ciencia vulgar con tal de que se entienda su arte. Los efectos de la magia son el generar en el hombre sentimientos, alargar y abreviar la vida. En los cadáveres y en general en los cuer­pos de los seres ya extinguidos, perdura no sólo el sentido de la vida anterior, sino también un sentimiento nuevo. Al llegar aquí el autor aduce muchos estrafalarios argumentos en favor de aquella tesis; por ejemplo, que, tocando un tambor de piel de lobo, el de piel de oveja se desgarra.

Siguen las reglas universales para el do­minio mágico de los sentimientos y de la naturaleza. Pero al buen mago le es nece­saria la Astrología, cuya potencia infinita celebra esta obra. La cierra un epílogo que celebra el mundo como viviente estatua del Altísimo, que contiene muchas muertes y vidas, las cuales sirven para su gran vida y a la gloria de Dios. El hombre, epílogo de todo el mundo, puede admirar el arte divino y cooperar al fin de actuar la uni­versal unidad de todas las cosas. El sentido de las cosas se presenta como una singular contaminación de tendencias contrastantes; el punto inicial de partida telesiano, de ins­piración naturalista, va a parar a una con­cepción del sentido como actividad, que preludia las modernas doctrinas idealis­tas; la investigación de índole metafísica de los primeros libros degenera en el cuar­to en inventario de las más groseras aser­ciones, aserciones magicocharlatanescas. Pe­ro todo esto, a lo que es menester añadir los frecuentes equívocos y los círculos vi­ciosos («el sentido es intelecto próximo, el intelecto es sentido lejano y confuso»), no quita a esta obra su valor como documento de aquel modo de pensar que partiendo de un inmanentismo naturalista iba conquis­tando el nuevo principio de la autoconciencia. Ed. crítica de A. Bruers (Bari, 1925).

G. Alliney