Del Bien, Vincenzo Gioberti

[Del buono]. Escrito filosó­fico de Vincenzo Gioberti (1801-1852), pu­blicado en Bruselas en 1843. Puesto que el concepto de Bien, distinto del de lo útil y de lo agradable, se refiere tanto a una ciencia, la ética, como a un arte que lo actualiza en las obras de los individuos y de las naciones, conviene añadir a la contem­plación especulativa del Bien, «la conside­ración de su aparición exterior» en la his­toria de algunos pueblos. Así comienza Gioberti este ensayo suyo. El Bien es una perfección divina, de la que la criatura ra­cional y libre está llamada a participar; sus momentos son el conocimiento de la ley como absoluta y moralmente obligatoria, y la libertad de «arbitrio» (querer) del que constituye una prueba indudable, el variar de las acciones en el tiempo. Otra fuerza viva, pero no libre, porque está subordina­da a los «motivos» que la determinan, con­curre en la acción humana: el afecto. Si es afecto ciego, es mero instinto; si va acom­pañado de conocimiento puede estar subor­dinado al querer, facilitando con su calor y vigor el cumplimiento del Bien. Al con­trario, cuando el afecto prevalece gracias a la debilidad del querer, por estar co­rrompido el afecto respecto a la condi­ción originaria de la naturaleza humana, la libertad falla, naciendo el mal.

Pero, por encima de la moral «ordinaria», está la «mo­ral heroica», que llega hasta la sublime re­nuncia a todo consuelo y atracción afectiva. La norma del Bien es la Idea, esto es, Dios mismo, que resplandece en lo íntimo del alma en la indeterminación de lo in­tuido. Ella, haciéndonos «identificar en Dios el primer principio y el último fin del mundo», es la ley eterna y universal, que determina los deberes a los que el hombre debe sacrificar su egoísmo en los diversos órdenes (la familia, la patria y el género humano), para poder alcanzar el fin último. Exteriormente, esta norma suprema del Bien la constituye la revelación primige­nia, más tarde transmitida a la doble esfera religiosa y civil. En los pueblos heterodoxos (orientales, griegos y romanos) domina la doctrina del emanatismo o panteísmo, que identificando a Dios con las criaturas, y por tanto a la ley con el arbitrio, anularía toda moralidad, si no estuviera mitigada por algún vislumbre de la idea del Bien. Lo que se explica solamente si se admite que, tras la culpa de Adán y la dispersión de los hombres, aquellos pueblos conserva­ron algunos fragmentos de la revelación primitiva junto con el don divino de la pa­labra. De aquí nacieron varias formas del Bien groseras y mezcladas con errores, y principalmente dos: la contemplativa y la activa; ambas unilaterales y excesivas. Por el contrario, «el pueblo ortodoxo» conservó la idea perfecta y adecuada del Bien que, mantenida hasta Cristo por la parte elegida del pueblo semítico, por Cristo fue dotada de nueva autoridad y de extensión poten­cialmente universal.

Esta ley se funda sobre los principios de creación y de redención, principios que, afirmando el uno la distin­ción entre Dios y la criatura, y por tanto la distinción entre la ley y el arbitrio, y el otro, la intervención divina para restaurar la naturaleza humana corrompida y hacerla capaz de tender al fin supremo de la crea­ción a pesar de sus extravíos, conjugan ar­mónicamente la vida activa y la contem­plativa. También para los pueblos hetero­doxos, el Bien tiene siempre el carácter imperativo que le es esencial, lo cual se justifica solamente porque, superando los errores del panteísmo y del psicologismo, se entiende la ley moral como el propio mandato del Dios que «habla al alma espi­ritualmente». Así, pues, Italia, a la que como sede de la Iglesia puede llamarse «nación sacerdotal», ha sido y debe conti­nuar siendo maestra de moralidad y civi­lidad para los demás pueblos. Gioberti ter­mina su obra, volviendo al concepto sobre el que se funda el Primado (v.) y renueva su apasionado llamamiento al clero y los laicos italianos, a fin de que laboren en pro del florecimiento de los estudios, que resti­tuirán a Italia su misión de madre de la cultura católica.

E. Codignola