[Della Diceóesina o sia della filosofía del giusto e dell’ onesto]. Tratado de ética publicado en Nápoles en 1766 (el I vol.); el II lo publicó póstumo en 1777, en Nápoles, el editor Domenico Terres, junto con el I vol., con copiosas adiciones del autor. La obra había sido precedida por las Lecciones de trato humano [Lezioni di commercio] del año precedente y por la Lógica para jovencitos [Lógica per gli giovanetti], del mismo año. El criterio eudemonista que inspira toda la obra del autor se muestra ya en la primera página del prefacio: «No tocar los derechos de nadie». La naturaleza no nos da otra regla de virtud (que es lo mismo que de felicidad, esto es, de ser lo menos injustos y desgraciados que podamos), sino ésta: «Ius suum unicuique tribuere».
Del primer volumen, que contiene las cuatro quintas partes de la obra, el autor da este resumen final: «Hemos visto quién es el hombre y de qué naturaleza está provisto; que nace con ciertas propiedades tan suyas como él lo es de ellas; que la ley del universo, de donde ellas provienen, se las garantiza; que por lo tanto se origina un derecho natural a servirse de estas propiedades y de la porción de elementos que corresponde a sus necesidades para su felicidad, es decir, para tener en este mundo el mínimo de males; y por esto esa misma ley del mundo por lo que cada cual tiene ese derecho, prohíbe que el hombre ofenda a su prójimo, y ordena que uno en cuanto sabe y pueda socorra a otro, cuando éste se encuentra necesitado.
De aquí nacen todos los deberes generales de los hombres, lo mismo los llamados de justicia como los que hemos llamado de recíproco socorro. Pero como el hombre no nace de la tierra como un hongo, ni puede vivir solo, de las diversas uniones de los hombres se originan ciertas modificaciones del derecho primitivo, que son la fuente de los deberes más particulares llamados económicos y políticos…». En el segundo libro, después de admitir que el hombre no ha vivido nunca — contra lo que dice Vico — en un estado animal, se remite el autor a Platón y a Lucrecio, y plantea la cuestión de si el «estado de naturaleza», independiente, es preferible al estado civil — y lo niega.
Trata del primer fundamento de las repúblicas, los casamientos; de sus condiciones y leyes; de la patria potestad y de los derechos y los deberes paternos; de la servidumbre doméstica; de las repúblicas; de la soberanía y de sus derechos «internos» (poder legislativo, judicial, penal) y «externos» (guerra y paz, alianza y confederación, embajadas); después, de los deberes de los ciudadanos: generales y particulares. relativos a las especiales funciones y misiones (milicia, magistratura, sacerdocio, educación, especialmente literaria y filosófica). Este tratado, como el autor lo hace saber a sus jóvenes lectores, está desprovisto voluntariamente de «citas de los comunes moralistas». Y a la pregunta: «¿quién, entonces, autoriza estas doctrinas?», responde observando que los moralistas no han aprendido sino de la Naturaleza y de la Razón; y «hasta que no tengáis sentido de vosotros mismos, del mundo y de su orden, y razonando no descubráis dentro de vosotros lo bueno y lo bello, perteneceréis… a la clase de los zoófitos».
Pero, especialmente en las últimas adiciones a la obra, abundan las ilustraciones históricas y etnográficas y las citas de los clásicos y más aún de los escritores, filósofos y viajeros medievales y contemporáneos. El estilo discursivo, nunca abstruso, siempre agradable y avivado con curiosas observaciones y originales y agudas indagaciones, es a menudo jocoso. Lo refiere «a esa moral que más quiere desarraigar que regular la naturaleza», por lo que se engañará la moral que lo intente (pág. 85 y sig.). En varios puntos del tratado se ocupa en sentido zoófilo de las cuestiones acerca de si el hombre tiene o no deberes para con los animales, y cuáles son. En la parte económica del tratado, las condiciones para la adquisición de la propiedad; los límites a la acumulación de los bienes y a las «manos muertas»; el injusto trato de los indígenas por parte de los colonizadores especialmente en el comercio — «si queréis ser justos volver a las cabañas de Rómulo» (San Agustín) —; la inutilidad y el daño para los Estados de la excesiva riqueza, que incita después a título de «necesidades nacionales» a conquistar a los vecinos; todo ello ofrece la mayor riqueza de ideas originales del autor, primer profesor de ciencias comerciales en la Universidad de Nápoles (págs. 260-321).
Es también notable la sugerencia de que, además de las ciencias y las bellas artes, se enseñe a los niños alguna arte semimecánica, para ponerlos al reparo de los golpes de la fortuna (pág. 435). En materia legislativa y política, inculca al legislador la idea de que se limite a pocas leyes, «prueba, si son muchas, de naciones corrompidas» (Platón). «Oprimir la naturaleza crea malvados» (págs. 466-7). Acerca de la posibilidad de conciliar la teoría del contrato social con la pena de muerte, el autor expone su dificultad (pág. 471-2) más que la resuelve. A Grocio, que cree ser lícito hacer la guerra a una nación bárbara e inhumana, para civilizarla, responde que «el derecho de socorro» no nos obliga sino cuando podamos hacer bien a los demás.
En la sección de los deberes de ciudadanos determinados se extiende, especialmente en los de los magistrados, a quienes recomienda, sobre todo, la incorruptibilidad (págs. 509-14). Al filósofo, en fin, recomienda el «recuerda que eres hombre» de Simónides. Domina en toda esta obra un sentido concreto y un propósito práctico: el intento de contribuir a la prosperidad y felicidad social formando hombres sanos, equilibrados, productivos. Eudemonismo estoico y cristiano a un mismo tiempo: porque el autor no concibe otra preparación para la felicidad ultraterrena que la juiciosa aspiración a la terrenal, pro- pía y ajena: todo ello —como en toda la filosofía de Genovesi— con espíritu ecléctico, que toma de Vico, de Descartes, mucho de Leibniz, más aún de Locke y, sobre todo, del conocimiento práctico de la naturaleza humana.
G. Pioli