De la Contingencia de las Leyes de la Naturaleza, Émile Boutroux

[De la contingence des lois de la nature]. Obra del filósofo francés Émile Boutroux (1845-1921), publi­cada en 1874. Afirma el autor que la ciencia considera toda la realidad natural y hu­mana, como infinita cadena de causas y efectos, como serie de fenómenos enlazados entre sí por una relación de necesidad. La necesidad, categoría fundamental del pen­samiento científico, tiene tres formas lógi­cas: necesidad absoluta y analítica que con­siste en la implicación de una idea en otra, de la cual la primera se puede deducir por vía de análisis; necesidad sintética «a priori», que parece realizada en la misma na­turaleza, la cual no puede ser pensada sino como ley o relación necesaria; necesidad «a posteriori» o inductiva, puesto que la experiencia parece atestiguar entre los fe­nómenos una constante y rigurosa conexión de hecho. Examinadas a fondo, las tres for­mas de necesidad se convierten en su opues­to, esto es, en tres formas de contingencia. Ninguna de las ideas fundamentales del co­nocimiento de la naturaleza contiene en sí la necesidad. La más elemental entre todas, la del ser, de la existencia, no puede derivarse sino de lo posible.

Si todos los fe­nómenos estuviesen verdaderamente liga­dos entre sí por la ley de causalidad, se podría, dado que alguna cosa existe, de­mostrar que esta última incluye su propia necesidad. Pero la relación causal no es demostrable; para que la causa determine y explique el efecto debería contener en sí aquellos caracteres nuevos, heterogéneos, por los cuales el efecto se distingue de la causa: pero si los contuviese, no se tendría ya ni causa ni efecto, sino una sencilla identidad. Las leyes no dominan, pues, ne­cesariamente, los fenómenos: constituyen más bien, el ritmo de su movimiento. En el paso de una forma de existencia a otra más elevada, de la materia indeterminada a los cuerpos, de los cuerpos a los seres vivos, de éstos a los seres pensantes, no es dado com­probar la misma contingencia. Entre cada uno de estos aspectos de lo real y lo su­perior, no existe transformación gradual, y mucho menos determinación causal, sino un verdadero y propio salto. Cada existen­cia posee en sí, y respecto a las inferiores, un elemento de novedad, de espontaneidad, de contingencia, que aumenta a medida que ésta se eleva en la jerarquía de los seres. En el último paso, del ser vivo al pensan­te, todo acto de pensamiento, de senti­miento, de voluntad, parece condicionado por un determinado hecho fisiológico; pero el primero no puede ser reducible al se­gundo porque a éste le falta un carácter esencial al hecho psíquico: la conciencia.

Pero si los actos de la conciencia son con­tingentes respecto al organismo viviente, ¿no podría la necesidad dominar a la pro­pia conciencia? Sería menester poder con­ducir todas las sucesiones psíquicas a una sucesión elemental exactamente determina­da; pero esta determinación no es deducible lógicamente ni puede ser derivada de la experiencia. Es muy cierto que todos los hechos psíquicos y hasta las acciones volun­tarias revelan esa constancia y seguridad que permite a la ciencia construir sus le­yes de modo análogo a las derivadas de la uniformidad del mundo físico. Pero la fi­jeza de la ley, además de ser un corolario de la causalidad mecánica, significa fijeza de la idea final que preside a todas las ma­nifestaciones naturales y humanas. Ade­más, en el mundo humano, la ley se frac­ciona en múltiples leyes cada vez más par­ticulares, de manera que el individuo, lle­gado por sí mismo a ser el único género al cual se aplica la ley, se convierte también en el dueño de ella. Cuanto más nos acer­camos a la ley concreta, a la vida, al pen­samiento, más aumenta el grado de deter­minación particular, pero en igual grado disminuye la necesidad. Si las leyes de la ciencia no son impuestas ni por la consti­tución objetiva de la naturaleza, ni por la constitución subjetiva de nuestro espíri­tu, ¿cuáles son su origen y su función? Re­presentan un compromiso entre las opuestas exigencias de la inteligencia y de la natu­raleza: la primera quiere unidad e inmuta­bilidad y fija en relaciones permanentes e inteligibles el móvil flujo de la experien­cia; la segunda es multiplicidad, vida, mo­vimiento.

Es menester reunir en una sín­tesis viviente estas exigencias opuestas, para poder discernir en las cosas, no sólo las relaciones mecánicas, sino también las ra­zones intrínsecas de la espontaneidad y de la contingencia, que son relaciones morales y estéticas. La razón, superando crítica­mente el conocimiento científico, nos seña­la bajo la contingencia la libertad; bajo la jerarquía ascendente de los seres, la exis­tencia de una finalidad, la atracción hacia un ideal ético y estético. Los seres infe­riores poseen una forma de espontaneidad, un movimiento que no puede llamarse li­bre albedrío, sino que es aspiración a lo bello. En ellos, como en el hombre, y más aún que en el hombre, la espontaneidad es la esencia misma de las cosas; como posi­bilidad ilimitada de perfeccionamiento mo­ral y estético la necesidad no es más que el símbolo abstracto de la acción ejercita­da por lo ideal sobre lo real múltiple. «El triunfo completo del bien y de la belleza haría desaparecer las leyes de la natura­leza propiamente dichas y las sustituiría por el libre impulso de la voluntad hacia la perfección con la libre jerarquía de las almas.» En esta obra, Boutroux intenta la conciliación, sobre el terreno mismo de la ciencia, del dualismo señalado por Kant en­tre el reino de la necesidad y el de la liber­tad, para desembocar en una concepción teleológica del universo natural y humano.

E. Codignola