[Les contemplations]. Título de una gran colección lírica de Víctor Hugo (1802-1885), que representa, junto con la Leyenda de los siglos (v.), su obra poética más considerable. Publicada en 1856, a respetable distancia de los famosos cuatro libros de poesía del decenio 1830-1840 (v. Hojas de otoño, Los cantos del crepúsculo, Las voces interiores, Los rayos y las sombras), Las Contemplaciones están, sin embargo, íntimamente emparentadas con ellos, insistiendo y desarrollando sus temas característicos, con una intensidad cada vez mayor y con una concentrada energía que se apoderaron del poeta como resultado de la crisis de su destierro y la soledad de Jersey. Los diez mil versos del enorme volumen en su mayor parte fueron escritos durante el último quinquenio anterior a su publicación, pero Hugo, falseando muchas de las fechas de las poesías, quiso darle casi el carácter de un diario poético de toda su madurez. La colección está dividida en seis libros, distribuidos en dos grandes partes: «Autrefois» (1830-1843: libro I, «Aurora»; libro II, «El alma en flor»; libro III, «Luchas y sueños») y «Aujourd’hui» (1843-1855: libro IV, «Pauca Mea»; libro V, «En camino»; libro VI, «En el umbral del Infinito»).
Toda la primera parte insiste en los temas más queridos de las cuatro recopilaciones antedichas, dejando a un lado los temas políticos y sociales (para los cuales había encontrado, mientras tanto, el desahogo de las novelas y de la violenta sátira de Castigo, v.): encantadoras descripciones de la naturaleza, solemnes cantos de amor, coloquios con los hombres y las cosas, recuerdos sugestivos de su infancia y su juventud, con un número muy considerable de poesías verdaderamente notabilísimas («Le firmament est plein de la vaste clarté», «La vie aux champs», «Vere novo», «A Granville», «Vieille Chanson», «Paroles dans l’ombre», «La source», «Intérieur»…) las cuales se pueden considerar al mismo nivel de las mejores poesías precedentes, sin hablar de la célebre poesía dedicada a la muerte de su hija, «A Villequier». No obstante, se nota aquí un dibujo más minucioso, menos abandono en los matices y mayor precisión de imágenes, lo que demuestra palpablemente que el poeta, en cierto modo, ha recogido la lección de sus propios discípulos, el Gauthier de Esmaltes y camafeos (v.), y Banville y Leconte de Lisie (v. Odas funambulescas y Poemas antiguos). Pero el elemento más característico es el consciente abandono a la magia verbal, la tendencia cada vez más fuerte a idolatrar su propio canto, a considerar las frases y las imágenes que florecen a centenares del fuego de la inspiración como auténticas revelaciones de las más sublimes verdades: una verdadera deificación de la palabra solemnemente proclamada desde las primeras páginas del libro, en la característica «Suite» («Car le mot c’est le Verbe et le Verbe c’est Dieu»).
Siguiendo este camino, el «príncipe de la palabra» viene a coincidir con el poeta- vate; el grandioso poeta descriptivo se convierte en un visionario apocalíptico. Hugo acaba construyéndose, poesía por poesía, una gigantesca figura de profeta, que en la agreste soledad de una isla desierta, en coloquio con los desencadenados elementos, sostiene terribles diálogos con el mar y el cielo, con el Pasado y el Presente, con los Muertos y los Vivos, con el Caos y la Divinidad, con la Verdad y el Error y con el Mal y el Bien, constantemente en pugna tanto en su corazón como en el Universo. Así en «Ibo» el poeta, casi con una especie de frenético ditirambo, se vuelve a sí mismo, horriblemente abocado a los abismos de la Creación, a la búsqueda de aquella última Verdad que coincide con la nada eterna. En «Les Mages» se coloca junto a todos los profetas de la Humanidad en marcha: prodigiosa caterva que forma casi un Olimpo de héroes del Pensamiento y del Arte. «Ce que dit la bouche d’ombre» es, sin más, con sus ochocientos versos, una especie de «Génesis» y un tratado de teología y de moral, donde hablan las voces de los elementos y encuentran sitio todas las religiones y las creencias humanas, incluso la metempsicosis. Sin ir más lejos, la última poesía lírica que cierra el volumen con el nombre de la hija muerta («A Celle qui est restée en France»), tiende a amplificar hasta lo hiperbólico los acentos más raros, más exquisitamente conmovedores y humanos. Toda la obra, como es fácil de comprender, es profundamente desigual, alternándose auténticos logros poéticos con inaguantables aunque brillantes efusiones declamatorias.
No obstante, toda ella puede considerarse no sólo como un originalísimo y perenne monumento de la literatura moderna, sino como el primer gran ejemplo de la desesperada tentativa de hacer de la poesía una verdadera religión, y de la inspiración poética llevada hasta un indecible paroxismo: el instrumento para llegar en cierto modo a lo absoluto, a las últimas verdades no cognoscibles por la simple razón. Por todo ello no en vano Rimbaud llamará a Hugo «el primero de los videntes», y todo el surrealismo (v.) puede reconocer en este poeta de forma tan deslumbradora y precisa, que fue tantas veces tachado de superficial, como a su primer teórico e iniciador.
M. Bonfantini
Las Contemplaciones son una verdadera obra maestra de la poesía lírica. (Lemaitre)