Está integrada por varios centenares de cartas. En 1855, Mérimée dio a conocer la primera edición publicada por Calmann, bajo el título de Correspondencia inédita. A comienzos de nuestro siglo, Barrés prologó otra edición de esta correspondencia, que Henri Martineau volvió a publicar posteriormente dentro del cuadro general de las Obras completas de Stendhal. Señalemos, finalmente, la excelente recopilación que bajo el título A las almas sensibles publicó Emmanuel Boudot-Lamotte (Gallimard, 1942).
En el prefacio que Mérimée dedicó a la Correspondencia de Stendhal (1783-1842) decía: «Sus cartas son encantadoras, fiel reflejo de su conversación», elogio que sólo nos descubre una de las facetas del espíritu stendhaliano. Porque, si bien es cierto que en su Correspondencia Stendhal sobresale por sus alusiones a las incidencias y a las brillantes frases que dan prestigio en los salones, no menos cierto es que la profundidad y la rara finura de sus cartas nos revelan más a menudo en su autor un agudo psicólogo que un anecdotista. Ellas constituyen, con la Vida de Henri Brulard (v.), la historia de su existencia, como también la crónica de su tiempo. Con Stendhal recorreremos Milán, Berlín, Viena y Moscú; en su Correspondencia asistiremos a la muerte del príncipe Fernando de Prusia, caído en la batalla de Saafeld y al incendio de Moscú provocado por su gobernador Rostopchín; conoceremos la última ópera italiana, o Lenore, la romanza de moda que canta toda alemania. Stendhal sabe ver, posee el arte de saber situarse en el sitio más adecuado para captar el espectáculo que pasa inadvertido para la mayoría o para hacerse referir lo que no haya podido presenciar. Y así, su Correspondencia registra en seguida, antes que nadie, el insulto que al rey Carlos X dirige un soldado en un desfile, gritando « ¡Abajo los ministros!», las entrevistas del papa Gregorio XVI con cierto noble veneciano, el naufragio de un barco frente a Civitavecchia y tantas otras noticias sensacionales.
Sus cartas nos ofrecen asimismo testimonio del incremento que, después de 1815, cobra la opinión en favor de Napoleón al tiempo que se intensifica el rencor contra Inglaterra, su más tenaz enemiga. Apenas disimula el ansia de desquite que hurga en su corazón, cuando escribe: «Espero tener la alegría de presenciar una revolución en este país.» En su pecho alberga la íntima nostalgia del Imperio y de su boato, sentimiento que le impulsa a despreciar a los poderosos del día, nobles o burgueses, y a ironizar a costa de los soberanos de las monarquías reinantes, que para él sólo son aprendices de reyes. A Francisco II de Austria le encuentra un «aire hastiado, gastado, fatigado; un hombre para tenerlo envuelto entre algodones, y apenas es más indulgente con el conde Chambord, el hijo del milagro, que le parece «grueso, rechoncho, contrahecho». Por el contrario, ¡con qué complacencia admirativa nos habla de la majestuosa entrada del Emperador en Berlín! Stendhal se nos muestra enteramente en sus cartas, que nos brindan la clave de sus libros al mismo tiempo que sus opiniones políticas y artísticas y, de un modo más general, su concepción de la vida. Citemos también aquí la admirable correspondencia sostenida con Mme. Denbrowsski e incluso la dirigida a Angelina, Mélanie Guibert, Mina, Julia y algunos otros encantadores fantasmas que sirvieron de motivo a misivas deliciosas. En ellas descubriremos al hombre delicado y sensible que, al parecer, no podía vivir sin amor.
Las cartas dirigidas a su hermana Pauline, entre 1800 y 1815, son doctorales. Stendhal le indica los autores más importantes cuya lectura es necesaria: Plutarco, Retz, Saint-Simon…; le informa de sus éxitos y le aconseja sobre la conducta que debe observar en el mundo una muchacha soltera. Noticias, consejos y, a veces, alguna reprimenda constituyen lo esencial de este adiestramiento epistolar: «Cultiva tu espíritu y deja que trabajen las máquinas», «Considera al marido como un objeto y no como una persona». Estas cartas proyectan asimismo luz sobre las frecuentes divergencias que le separaban del padre. Entre sus cartas más célebres, pueden citarse las dirigidas a Mérimée a propósito de Armancia (v.), a Mme. Gaulthier sobre Luden Leuwen (v.) y la de agradecimiento enviada a Balzac con motivo de La Cartuja de Parma (v.). A veces, se nos muestra severo con ciertos autores, como Víctor Hugo, Lamartine, George Sand y Chateaubriand («Hernani y el campo no me sientan nada bien»), severidades compensadas por la generosidad con que emprende la defensa de Silvio Pellico.
A través de su Correspondencia, se adivina la necesidad que experimentaba de ocultarse o, cuando menos, de protegerse de sus contemporáneos («No me gusta el estilo que impera hoy día; me irrita»), el pudor que le impelía a silenciar sus más íntimos sentimientos y su aspiración a ser comprendido por las generaciones futuras. Sus corresponsales más ilustres fueron Byron, Sainte-Beuve, Mérimée, Sutton Saharpe y Di Fiore, a quienes escribía firmando generalmente con un pseudónimo (se le conocen cerca de doscientos): Tombouctou, Barón-Raisin, El Aburrido, Roger, Dominique… Las cartas de Stendhal explican sus producciones novelescas, situándose a su misma altura, y le confirman como «el autor cuya obra literaria contribuye en mayor medida al goce que un francés inteligente puede cosechar en esta vida».