Convivio, Dante Alighieri

Obra de Dante Alighieri (1265- 1321) compuesta durante los primeros años de destierro, desde 1304 a 1307. Conce­bida en quince tratados, de los cuales el primero tenía que ser la introducción y los demás el comentario a otras tantas cancio­nes «que tratarían de amor y de virtud», quedó inacabada al final del cuarto tratado. Pero incluso así, con su introducción y con el comentario tan sólo de tres canciones, la obra se individualiza en su especial idio­sincrasia.

«Moderada y viril» en el tono y en el acento, se opone a la Vida nueva, obra de juventud, «fervorosa y apasionada», sin quitarle nada al valor de aquella expe­riencia íntima y profunda que Dante en­tonces había vivido y expresado. El Con­vivio nació de la necesidad que Dante sin­tió de rehabilitar su fama a los ojos de aquellos con los que iba a relacionarse, y de revelarse tal como era realmente: un enamorado de la sabiduría, un hombre de vida íntegra y moral, que sufría «injusta­mente pena de destierro y de pobreza», mientras «peregrino, casi mendigando por toda Italia», venía «mostrando la llaga de la fortuna que suele ser imputada injusta­mente al llagado». En defensa de su fama y por «deseo de adoctrinar», quiere dar muestras de éste su amor por la sabiduría: entendiendo la sabiduría como perfección de conocimiento que se conquista por «cien­cia» en relación con la verdad de todo lo que es, regulando luego la conducta del hombre según unos principios supremos que la rigen, ya sea para su bien individual, ya sea por lo que se refiere al bien ajeno (virtud de justicia, de la cual debía hablar en el tratado catorce).

Con esta sabiduría, perfección última de todo hombre, a la cual tiende por impulso de su propia naturaleza, Dante preparará un convite, y no por­que se considere uno de aquellos «bienaven­turados elegidos que se sientan a la mesa donde se toma el pan de los ángeles (sa­biduría)», sino porque «alejado del alimen­to del vulgo, a los pies de los que están sentados», recoge «lo que se les cae» y sa­borea su dulzura conociendo la triste vida de los que se han quedado en ayunas a causa de sus ocupaciones «familiares y ci­viles». Este sentimiento le impulsa a escri­bir para éstos: «príncipes, barones, caba­lleros y otra mucha gente noble, no sólo hombres, sino también mujeres, puesto que son muchos, vulgares y no literatos, que en esta lengua podrán leerlo»; gente toda ella de la cual depende, en especial, el bienes­tar de la sociedad, y por esto necesitados de ser adoctrinados en su propio lenguaje de cada día, abandonado por «malvada cos­tumbre» por los literatos de profesión, que tan sólo piensan en la ganancia. La doctri­na que se ofrecerá a todos los que conser­ven su natural deseo de sabiduría, la sacará Dante, y tan sólo él podrá hacerlo, de sus canciones de la edad madura, cuyo «bello estilo» le había honrado. Estas canciones serán los «manjares» del convite; y «pan» será el comentario en prosa vulgar que acla­rará la «bondad» de cada canción, es decir, «el juicio verdadero» que la informa como razón poética espiritualmente verdadera en sí y prácticamente buena en el orden de la experiencia y de la vida.

En estas declara­ciones en prosa Dante no usa la lengua la­tina («pan de trigo») para que no se interrumpa la relación de concordancia que necesariamente debe de existir entre comen­tario y canciones en lengua vulgar. Se sirve del lenguaje vulgar («pan de cebada»), porque al poder ser comprendida universal­mente, hará a su obra, que es de ciencia y de virtud (sabiduría), más extensamente beneficiosa; – llevado, especialmente, por el natural amor a la lengua que fue suya des­de su nacimiento y por medio de la cual palpitaron las primeras manifestaciones vi­tales de su pensamiento, y se expandió la ola emocionada de los primeros amores. Con el entusiasmo del artista que se exalta real­zando su propia lengua porque la considera como dócil instrumento de expresión viva, original y adaptable, Dante afirma la «bon­dad» de la lengua vulgar italiana, porque es apta para manifestar «altísimos y noví­simos conceptos, de una manera convenien­te, suficiente e idónea», casi como el latín; y se lanza con generosa indignación contra «los malvados hombres de Italia que en­salzan el idioma vulgar ajeno y desprecian el suyo propio». Dante considera su lengua vulgar verdaderamente «preciosa», porque hará gustosos los «manjares» de su «con­vite»; y será «pan de cebada», sí, pero que nunca menguará, aunque tuviera que saciar a millares de personas.

Destinado al porve­nir, será «luz nueva, sol nuevo, que na­cerá cuando el gastado (el latín) decaiga, e iluminará a los que están en las tinieblas, a causa del sol que no les ilumina». Con esta fe en el futuro triunfo de la lengua vulgar italiana y en el valor intrínseco de su obra, Dante pone fin a su introducción. Los tratados que siguen y que constituyen propiamente el Convivio van sucediéndose uno a otro según las perspectivas teóricas del tomismo. El segundo tratado está dedi­cado a la definición de la Filosofía como actividad de conocimiento esencialmente relativa al objeto que la especifica y de­termina su naturaleza. Se inicia con la canción «Voi che ’ntendendo il terzo ciel movete»: pugna de dos amores, que nació en el espíritu de Dante, cuando a la me­moria de la bienaventurada Beatriz se opu­so el amor a la Filosofía: una mujer de soberana belleza y virtud, identificada aquí con la «donna gentile» de la cual se ha­bla en la Vida nueva. Después de una li­gera indicación de los distintos significados que se pueden entresacar de los escritos, Dante pasa a comentar su canción, primero textualmente, después, según su significado; pero esto le proporciona el pretexto para tratar de la ordenación de los diez cielos, desde el de la Luna al del Empíreo, y de las inteligencias que los mueven, estableciendo después una analogía entre los cielos y las ciencias. Cada ciencia al igual que cada cie­lo, se mueve alrededor de su propia «ma­teria», que es aquello hacia lo cual ésta tiende de por sí.

Cada ciencia ilumina las cosas inteligibles del mismo modo que cada cielo con sus respectivas zonas de influen­cia atrae hacia su perfección las cosas que existen en él en potencia. Analogía de pro­porcionalidad que nos permite captar la ley de organización jerárquica y dinámica del saber, la autonomía de cada ciencia en particular, en el campo que le es propio, y penetrar en el universo de la espiritua­lidad humana, cuyo bien último es la uni­dad intelectual. Dante instituye de este modo la correlación entre los cielos planeta­rios y las ciencias del Trivium y el Quadrivium, entre el cielo de las estrellas fijas y la Física y la Metafísica, entre el cielo cristalino y la Filosofía moral. Esta última ordena el hombre según su concreta acti­vidad, con un acceso continuado de la in­teligencia y del corazón, a todas las cien­cias; y es especulativa en su manera de conocer, según los principios que proceden de las causas primeras (Física), y práctica en su finalidad, que es la de procurar el bien del hombre: un bien naturalmente cognoscible. Por encima del cielo de la Fi­losofía moral, que, a semejanza del cielo cristalino, engloba un universo de sabiduría, natural o racional de por sí, y por lo tan­to accesible por su esencia a la inteligencia humana, se mueve el cielo de la Teología, el Empíreo, la pacífica luz de la ciencia revelada, cuya primacía de verdad hace de todas las ciencias otras tantas «reinas y amantes y doncellas» [«regine e drude e ancille»]. Pero en el orden de la ciencia finita o creada, es decir, dentro de su cielo, la Filosofía, como perfecta obra de la ra­zón, es «la bellísima y honestísima hija del Emperador del Universo»: es su primera criatura, es decir, el seno materno, por decirlo así, en el cual todas las cosas son queridas por Dios y creadas.

El tercer tra­tado se inicia con la canción «Amor che nella mente mi ragiona»: exaltación de la Filosofía considerada en sí misma como rea­lidad pensable, un conjunto de indicaciones espirituales relativas al sujeto humano en el que de hecho se encuentra. La Filosofía entendida de este modo es la «mujer del intelecto» que se convierte en Dante en el objeto de un amor apasionado: un amor que razona dentro de él, en aquella «nobilísima parte del alma» donde radica la potencia intelectiva («mente»). Esta mujer de belle­za sobrehumana e inefable refleja en sí lo que es: «el prototipo intencional de la esen­cia humana que existe en la mente divina»; y es por esto cortejada por Dios, conocida por las Inteligencias celestes, y presente en sus pensamientos, de todos los que se ena­moran de ella y experimentan su bondad: una bondad que se hace patente en sus ac­tos y en sus palabras en cuanto es creada por Dios para dar consuelo a nuestra fe. En la figura de esta mujer, y especialmente en los ojos y en la sonrisa, se captan cosas que exceden a la inteligencia humana, pero que suscitan sentimientos de profunda hu­mildad. Pero todos la reconocen como un milagro de la naturaleza, como un efecto de Dios creador para la salud de todos los que viven en el tiempo. Pasando de la versión literal al espíritu de su canción, Dante declara que la mujer de la que se habla es la Filosofía «como amoroso uso de sabiduría», formación y organización diná­mica del espíritu que se desarrolla en no­sotros cuando nuestra alma, en acto de especulación, se abraza a la sabiduría por buen amor y por buena razón, descubrien­do en la intimidad de su propia vida las soberanas verdades racionales y la sed con­sustancial que la mueven.

En su movimiento vital hacia la verdad, de que está sedienta, el alma está iluminada por la luz objetiva que se irradia en ella a cada grado del saber científico, de las ciencias particulares, especialmente de las tres últimas, Física, Moral y Metafísica. Y esta luz objetiva, que perfecciona la inteligencia progresivamen­te, elevándola a regiones de inmateria­lidad cada vez más puras, se hace cega­dora con el misterio del ser visto en sí mismo, en su propia inteligibilidad (Meta­física); pero una vez allí, por el camino de la causalidad, la inteligencia sube al miste­rio de la Causa primera con un deseo inútil de poder conocerla en su esencia. En esto precisamente la Filosofía, con relación al sujeto humano que se puede considerar por decirlo así como el portador, ocasiona en él una razón que confirma nuestra fe, y le conduce a reconocer con humildad una su­perior sabiduría que lo trasciende: un amo­roso uso de sabiduría que se identifica con Dios, suma sabiduría, sumo amor y sumo acto. Considerada por lo tanto en sí misma y en sus causas, y fuera del sujeto que la practica, la Filosofía, como «mujer del intelecto», como instinto de la inteligencia hacia la verdad y como conocimiento natu­ral de las primeras conclusiones de la ra­zón, existía previamente en la mente de Dios como forma intencional de la esen­cia humana; y por esto es un don absoluta­mente gratuito de su bondad concedido al hombre para su misma salud.

El tercer tra­tado de la obra que estamos examinando, se inicia con la canción «Le dolci rime d’amor ch’i’solia», que, según se desprende de su texto, traduce un contenido de Filo­sofía práctica o moral. Como concepto fun­damental encontramos el de «gentileza» o «nobleza» considerados como perfección me­tafísica y sustancial del sujeto humano, to­mado en su propia individualidad y con todo lo que en él existe virtualmente («hu­mana bondad en cuanto ésta es sembrada por la naturaleza»). Partiendo de este con­cepto Dante combate la opinión atribuida a Federico II de que la nobleza es antigua riqueza con hermosas costumbres; opinión compartida por la mayoría que la reducen a la primera parte: «antigua riqueza». Oponiéndose a un emperador, Dante no cree menospreciar el respeto debido a la auto­ridad imperial, puesto que la reconoce ne­cesaria reguladora y directriz de la vida social ordenada para vivir felizmente. Y por otra parte, la misión providencial que Dios se complugo en confiar a Roma y a su Imperio la justifica tanto a los ojos de la razón como a los ojos de la fe (v. Monar­quía). Y menos aún cree Dante menospre­ciar la autoridad filosófica combatiendo la opinión de la mayoría, porque el filósofo, que consideraba no del todo errónea una opinión aceptada generalmente, la reducía a juicios dados según razón y no según las apariencias sensibles. La nobleza no se he­reda; ni puede ser proporcionada por las ri­quezas, que se deben a la fortuna y que son de tal naturaleza que jamás satisfacen con su peligroso aumento; y ni siquiera puede ser proporcionada por el tiempo, que hace olvidar la oscuridad y bajeza de los ante­pasados.

«Nobleza» es perfección natural de «algo»; y puesto que la perfección humana reside, no en las notas esenciales de su na­turaleza común sino en los efectos persona­les resultantes — como, por ejemplo, las vir­tudes morales e intelectuales, que llevan a la felicidad de la vida activa y de la vida contemplativa—, la nobleza que brilla en una determinada persona y que comprende en sí, además de las virtudes intelectuales y morales, las buenas disposiciones del áni­mo, las pasiones dignas de alabanza y las buenas dotes del cuerpo, son referidas a su principio radical, es decir, a la perfec­ción metafísica y sustancial que da el sello a su particular naturaleza. Esta perfección que ya posee en sí lo que se manifestará, es la subsistencia de un alma dotada de razón, subsistencia independiente del cuer­po y comunicada al cuerpo, «simiente de felicidad», en cuanto que la felicidad es la dulzura que nos proporciona el ejercicio de la virtud y «don divino» infundido por Dios «en el alma bien dispuesta» en razón de la materia que la diferencia de las de­más. Y puesto que la nobleza viene del al­ma, no puede ser privilegio de una estirpe y sí de la persona particular que la hace brillar; y es bondad de naturaleza, porque en el orden de sus operaciones espirituales es elevada por la gracia santificante que la ofrece a Dios como objeto de conocimiento y de amor. Explicada así la nobleza como «simiente» de vida feliz, Dante va siguien­do su desarrollo considerándola primero en el orden de la esencia del ser humano y luego en el sujeto humano en relación con sus condiciones de existencia y de actuación en el campo de lo concreto. De esta «si­miente» brota «la apetencia de ánimo na­tural» por medio del cual el sujeto activo, tendiendo a lo que se le ha hecho pre­sente por medio del conocimiento, empieza a obrar y a distinguir lo que para él es un mal y lo que es un bien.

Guiado luego por la luz de la razón natural y por la expe­riencia, el propio sujeto se libra de las su­gestiones de la sensibilidad, descubre cau­sas superiores y, «por apetencia de ánimo natural», tiende a lo que le conviene según la dignidad de su propia naturaleza; es de­cir, por medio de la inteligencia y la vo­luntad se adhiere cada vez más estrecha­mente a todo lo que hace referencia a la vida del espíritu. En el orden práctico, con el ejercicio de las virtudes morales, el suje­to activo consigue la bienaventuranza de la vida activa o social; y de allí, en el or­den especulativo, considerando la obra de Dios y de la naturaleza, llega a la beatitud de la vida contemplativa: y ésta es la me­jor, a pesar de su imperfección terrenal, en relación con la primera, que, no obstante, es buena. Pasando luego al estado de ejer­cicio, en el sujeto humano concreto, Dante sigue la germinación de esta misma «simien­te» que se esparce por las distintas poten­cias del alma conduciéndolas todas hacia las perfecciones particulares que son pro­pias de cada una de las cuatro edades de la vida humana (adolescencia, juventud, senectud y vejez). En estas perfecciones esta «semilla» subsiste «hasta el momento en que con aquella parte de nuestra alma que no muere jamás, vuelve al altísimo y gloriosísimo sembrador que está en el cie­lo». Nobleza circunscrita aquí a la vida de un alma que, creada libremente por Dios, vuelve a él por amor, bendiciendo después de larga experiencia su vida pasada.

Son unas páginas admirables por la observación atenta y amorosa de la vida humana en sus inclinaciones esenciales y fundamentales; y por lo tanto ricas de indicaciones morales y psicológicas que nos conducen de nuevo al centro oculto del cual dimanan: a la subsistencia de un alma que se hace creadora de su verdadera libertad. Ilustradas por analogía con ejemplos de la Eneida, de las Metamorfosis y de la Farsalia, estas páginas traducen el alto nivel del alma de Dante y el elevado sentimiento de la vida que le inspira mientras se mantiene firme a las regulaciones positivas de la razón; guia­do y sostenido, en esto, por una sabiduría práctica que no prescinde jamás de las con­diciones de vida fundamentales y univer­sales que le son impuestas al hombre sobre la tierra. Dante moralista, que se erigirá en juez de los hombres en su Divina Come­dia, está ya todo en el Convivio. Las líneas directrices de su pensamiento que se amol­dan fielmente a todas las exigencias de la realidad, se perfilan claramente en esta obra, a pesar del espeso laberinto de las notas complementarias y de las digresiones marginales; y se armonizan entre ellas, den­tro de un sistema de principios racionales rigurosamente deducidos con procedimiento silogístico de lo que es.

Todo esto da lugar a una prosa robusta y severa, muy alejada de la frágil ingravidez de la Vida nueva; una prosa que se afirma, no sin asperezas, en su compleja estructura sintáctica, en vir­tud de un pensamiento que la domina y la adapta, sin lenocinios extrínsecos, a la vida de un alma sedienta de saber. Esta sabiduría que en la Divina Comedia será represen­tada por Virgilio, es una sabiduría filosófica en gracia de su especificación objetiva, pero tal, que encuentra en la fe una luz que la fortifica y que confiere un nuevo sabor a la verdad de la razón. Es por esto una sabiduría que calma la sed, pero no la sacia, porque anhela subir para conocer esa superior sabiduría que le está vedada en el tiempo. Pero esta misma sabiduría, antes de verterse en la prosa noblemente apasionada y austera del Convivio, había constituido un momento esencial del alma de Dante: una experiencia viva y vivida y poéticamente expresada en las canciones filosóficas, cuyo «bello estilo» reconocía ha­ber tomado de Virgilio, «su maestro y su autor». [Trad. de Cipriano Rivas Cherif (Madrid, 1919)].

M. Casella