Comentarios sobre la Guerra de las Galias, Cayo Julio César

[Commentarii de bello gallico]. Obra compuesta por Cayo Julio César (100-44 a. de C.), después de la conquista de las Galias (a fines del año 52 ó en el 51 antes de Cristo), para dar una relación de sus empresas y, a la vez, justificar su polí­tica frente a quienes en Roma le acusaban de haberse ensañado contra pueblos inofen­sivos por apetito de gloria. Cada uno de sus siete libros comprende los sucesos de un año a partir del 58 a. de C. La guerra es provocada por la transmigración de los hel­vecios desde su país hacia el sur en busca de nuevas tierras: César, que tenía el go­bierno de la Galia Narbonense, la Proven­za actual, después de infructuosas negociaciones, les cierra el paso con las armas, ani­quilando una parte de su ejército sobre el Arar (el Saóne) y la otra parte entre el Arar y el Liger (el Loire). De los 368.000 que habían partido, sólo 110.000 regresan a sus tierras. Luego son los germanos los que, al mando de Ariovisto, cruzan el Rin, some­ten a los secuanós y a los eduos, y amena­zan la provincia romana. Una vez más fra­casan las negociaciones y César les hace frente con las armas, si bien los legionarios están aterrorizados por la fama de inven­cibles de que gozan los combatientes ene­migos. Las palabras de César, que declara estar dispuesto a luchar con sólo la décima legión, que le permanece fiel, levantan el ánimo de los romanos: en Vesontio (Besançon), el enemigo es duramente castigado y rechazado allende el Rin (Libro I).

En el año 57, un nuevo peligro amenaza, debido a la sublevación urdida por los belgas. Pero César, prevenido, acude con dos nuevas le­giones y aplasta a cuantos rehúsan rendirse: memorables son las victorias del Axona (Aisne), de Bibrax y del Sabis (Sambre), donde hace estragos entre los n nervos, los más fieros guerreros de los belgas; de 60.000 armados sobreviven 500 (Libro III). Luego le toca el turno a la población de Bretaña, entre la que sobresalen los vénetos; ignaros de los éxitos de los romanos, se atreven a ofender a sus embajadores y a asumir acti­tudes amenazadoras. Entonces César, para sacarlos de las asperezas y riscos de la costa atlántica, donde tienen su asiento seguro, adapta su genio y sus pertrechos a la guerra marítima, y con una flota construida en Provenza con la técnica de las construccio­nes navales apropiadas al Mediterráneo, lo­gra, a fuerza de ingeniosos ardides, batir a la armada enemiga, mucho mejor experi­mentada para soportar los caprichos del Atlántico A fines de la estación, somete a los morinos y a los menapios, en la moderna Flandes (Libro III). Durante la primavera del 55, usipetes y teucterios de Germania invaden el norte de las Galias. César los vence; pero, como de costumbre, no se re­signa a una posición puramente defensiva, y pasa el Rin por un puente, construido sólo en diez días, que es una obra maestra de ingeniería. El enemigo permanece oculto, y. César, después de algunas devastaciones, vuelve a las Galias. Visto que los britanos habían prestado apoyo muchas veces a los rebeldes contra Roma, le pareció convenien­te ir a castigarles en su propia isla, de to­dos desconocida, incluso de los galos; al mismo tiempo, podrá conocer a estos pue­blos misteriosos, destinados a vivir en los confines del imperio. Pero la expedición no tiene mucho éxito debido a la ineptitud de la flota romana para dominar las iras del Atlántico (Libro IV). Por este motivo, al siguiente invierno, César manda construir una nueva flota con arreglo a unos planos por él mismo ideados; y en el año 54, con 800 naves y cinco legiones, se traslada de nuevo a Britania, donde, después de varios combates, somete a los catavelaunos y a los trinovantes, remontándose hasta el norte del Támesis. A su regreso a las Galias, se ve forzado a sofocar los primeros síntomas de la rebelión que ha de estallar más tarde (Libro V). Las operaciones, dirigidas con gran energía en el año siguiente (simulta­neadas con una nueva expedición transrenana contra los suevos), no logran conju­rar la unánime sublevación de los galos, suscitada en el 52 y dirigida por Vercingetórix, rey de los arvernos.

César, llegado rá­pidamente de Italia en pleno invierno, destruye Cenabum (Orléans) y Avaricum (Bourges), pero es rechazado de Gergovia, capital de Vercingetórix en las proximida­des de Clermont-Ferrand. Hasta los leales eduos se sublevan y los ejércitos romanos se hallan en grave trance. Pero al fin, Ver­cingetórix se deja inducir a batalla en con­diciones desfavorables. Derrotado, se encie­rra en Alesia (Alise St. Reine, en Borgoña). Después de construir excelentes fortificacio­nes, de las que se han conservado restos, César le asedia y le obliga a rendirse por hambre, tras de haber derrotado a un gran ejército procedente de todas las Galias (Li­bros VI-VIII). Las operaciones del año 51, de carácter esencialmente policíaco, no son narradas por César; la obra fue continuada por Aulo Hircio, general de César, en un octavo libro de notable valía. Muchas per­sonalidades de la milicia y de la política, griegos y romanos, habían escrito antes de César su propia apología en libros de me­morias (que tal es el significado de la pa­labra comentarios); pero de esta abundante literatura sólo se han salvado los escritos de César, debido probablemente a su extra­ordinaria importancia. Como el título indi­ca, César no pretendió, aparentemente, es­cribir una historia de sus hazañas: para los antiguos una historia de esa índole de­bía presentarse ataviada con las galas de la retórica. Más bien quiso proporcionar a otros el material para escribirla. Por esto el relato de César es pobre de ornatos, fría­mente objetivo, con todas las apariencias de un documento oficial. De este modo, César logra la finalidad que se propone, que es convencer al lector de su veracidad, ya que la indiferencia del historiador frente a los hechos ahuyenta la desconfianza. César ha­bla, en efecto, de sí mismo en tercera per­sona, y en su desinterés parece dominar los hechos desde gran altura, dando así aque­lla impresión de desapasionada serenidad que tanto cautiva al lector. Mas esta apa­rente frialdad es fruto de un férreo domi­nio de sus propios sentimientos, natural en un romano y en un patricio; de esta suerte, sus frases sencillas, al parecer exentas de toda emoción, cuando ésta, en realidad, se halla soberbiamente refrenada, tienen una eficacia evocadora y emotiva muy superior a toda declamación.

César no derrocha ni una sola palabra para ensalzar la cruel gran­deza de sus victorias o la importancia de­cisiva de un acontecimiento; con la misma imperturbable simplicidad expone las colo­sales cifras de enemigos muertos, que men­ciona los actos de heroísmo de sus solda­dos, o habla de la rendición de Vercingetórix, que le había de dar el dominio de las Galias, del mismo modo que en los Comen­tarios sobre la guerra civil (v.) relatará la llegada de la noticia de la muerte de Pom­peyo, que le dará el dominio del mundo. El estilo es perfectamente apropiado, compues­to, límpido, exento de todo refinamiento o forma insólita o rebuscada, excelencia for­mal tanto más notable por cuanto sabemos que la obra fue escrita rápidamente, de un tirón, tomando por base recuerdos persona­les, apuntes y documentos oficiales. Se com­prende que Cicerón reconociera en seguida cómo César, bajo la apariencia de ofrecer a los demás el material para escribir sus ges­tas, en realidad había quitado a cualquiera el deseo de medirse con él. [La primera versión castellana es obra de Fray Diego López de Toledo (Toledo, 1498), varias veces reimpresa en los siglos XVI y XVII. Pos­teriormente aparecen la de Manuel de Val- buena (Madrid, 1789) y la más fiel y per­fecta de José Goya y Muniain (Madrid, año 1798), no superada hasta el presente y de la que existen numerosas reediciones. Revisada y corregida se publicó en Madrid, en 1919].

A. Passerini

Si Cayo César se hubiese dedicado única­mente al foro, ningún otro orador mejor que él hubiera podido oponerse a Cicerón; es tanta su fuerza y ardor, que se comprende cómo se refrenaba del mismo modo que gue­rreaba. (Quintiliano)

Éste debería ser el breviario de todo hom­bre de guerra, porque [César] es el verda­dero y soberano maestro del arte militar. Y Dios sabe las bellezas que ha esparcido sobre esta rica materia, con una forma de decir tan pura, tan delicada y perfecta que para mi gusto no hay en el mundo otro es­crito que pueda compararse a los suyos en este género. (Montaigne)