Ciclo Carolingio

Con el nombre de Ciclo Carolingio en oposición al llamado Ci­clo Clásico (v.) o «de la antigüedad», formado por las narraciones novelescas de ins­piración grecolatina, y al llamado Ciclo bretón (v.) o «de Artús» o de «la Tabla Re­donda», en que se agrupan las aventuras de los caballeros de Bretaña, los manuales escolares suelen designar la materia narra­tiva medieval de carácter más señalada­mente épico, conservada sobre todo en poe­mas que en Francia, donde nacieron, se lla­maron «cantares de gesta» (del neutro plu­ral latino «gesta» pasado al sentido de «his­toria»), y más tarde en refundiciones y compilaciones en prosa, y no sólo francesas, de aquellos poemas- En tal aplicación poco fe­liz, «ciclo carolingio» viene a asumir el sig­nificado lato de epopeya heroica medieval; pero ésta sólo en parte tiene por tema a Carlomagno o está relacionada con él, y no sucede que la acción se desarrolle siempre dentro de un marco carolingio (Floovent, por ejemplo, se refiere a la época merovingia, a Clodoveo, primer rey cristiano de los francos). Ya a principios del siglo XIII, según atestigua el «trouvére» Bertrán de Bar-sur-Aube, se dividía la masa de las leyendas épicas francesas en tres secciones, instituyendo una partición que tiene cierta correspondencia con el estado de cosas, y que por ello la crítica sigue acogiendo, a pesar de reconocer sus límites y sus de­fectos.

Ese esquema distingue, pues, tres grandes conjuntos o «gestas», con las cuales (salvo algunas excepciones, entre las que las más importantes son las peripecias de Floo­vent, de Ayol y Mirabella y de Amis y Amile, la pareja de amigos entrañables y pareci­dos) se puede compilar toda la materia épi­ca: «la gesta del rey», que tiene por eje ideal a Carlomagno (v.) y constituye el verdadero y propio ciclo carolingio; la ges­ta de «Garín de Monglane», que tiene por tema las vicisitudes de una familia feudal cuyo tronco es Garín y Guillermo de Oran- ge (v.), el retoño más célebre; y finalmente la «gesta de Doon de Maguncia», cuyo ca­rácter está declarado plenamente por el tí­tulo, que también suele dársele, de «gesta de rebeldes». En efecto, los diversos pro­tagonistas de este grupo, relacionados en­tre sí por poetas epigónicos, por medio de vínculos genealógicos que convergen en Doon de Maguncia, son todos vasallos im­pelidos por una ofensa recibida, y por la furia del orgullo ofendido, a levantar sus armas contra su soberano u otros feudata­rios, por lo que se originan luchas frenéti­cas y horrendas, que después de enconarse largo tiempo terminan por fin con actos de humildad y contrición; así en el Gormont e Isembart (v.), el poema más antiguo y más fuerte de esta serie, Isembart (v.), desterra­do de Francia por el rey Luis, se refugia entre los sarracenos, reniega de su fe, con­duce al rey pagano Gormont a la invasión y a la destrucción de su patria, y perece en el campo de batalla, implorando el per­dón de Dios; en el Girará de Rossilhó (v.), este poderoso señor de Borgoña mueve gue­rra varias veces contra Carlos Martel, que le ha quitado su novia y el castillo de Rosellón; vencido, antes de someterse se es­conde durante veintidós años, ganándose la vida como carbonero, pero al fin se somete y expía las violencias de su pasado dedicándose a obras piadosas; y en el Raúl de Cambray (v.), Hiberto de Ribemont, el ene­migo de Raúl, repara las responsabilidades que le pesan en la conciencia fundando una serie de monasterios.

En el segundo de los ciclos señalados, o no hay rebeliones, sino empresas animosas de guerreros que em­plean su espada y su valor en pro del Estado y de la fe, pero no descuidan su particular provecho de manera que cierto ánimo exaltador de empresa personal, puesta al ser­vicio del interés y de la gloria familiares, circula en la gesta de Monglane, gobernado por una costumbre hereditaria por la cual a cada generación el jefe de la familia envía por esos mundos a sus hijos a conquistarse, con sus propias manos, una posición; el per­sonaje eminente de la familia y centro de gravitación de la gesta, es el marqués Guillermo de Orange llamado «de la nariz cur­va», cuya figura brilla sobre todo en el pa­tético y al mismo tiempo realista Cantar de Guillermo (v.) o de Archamp, donde ve­mos al héroe marchar tres veces contra los sarracenos y dos volver sin ejército, desola­do y quebrantado, pero a la tercera triunfa gracias a su tenacidad y a la de Guibourc, consorte digna de él. La gesta real, la más ilustre de las tres, está animada por la idea de la propagación de la Cristiandad y la devoción al principio monárquico feudal, idea que resplandece sobre todo en el Can­tar de Roldan (v.), el monumento más so­lemne y grandioso de la épica medieval. Carlomagno brilla majestuosamente en el centro o en el trasfondo, de manera que la gesta podría ordenarse en una biografía poé­tica del emperador: en Berta de los gran­des pies (v.) tendremos los antecedentes del nacimiento de Carlos; en Mainete (v.), su juventud; en el cantar de Aspromonte (véase), en Fierabrás (v.), en la Destrucción de Roma, sus expediciones contra los sa­rracenos de Italia; en el Cantar de Roldán, en Galien, Guido de Borgoña, Anseis (v.), Otinel (v. Historia de Ottinello y Julia), en la Entrada en España (v.) y en la Toma de Pamplona (v.), sus campañas en la Penín­sula Ibérica; en Aymerí de Narbona (v.), un episodio de la vuelta de España, y en el Cantar de los Sajones y en Aquin, respecti­vamente, las guerras para la sumisión de Sa­jorna y de Bretaña; en una serie de composiciones, como Reinaldos de Montalbán y Girard de Vienne (v.), sus disensiones con numerosos vasallos; en Macario y otros tex­tos ciertos incidentes de su vida conyugal; en la Peregrinación de Carlomagno a Jeru­salén (v.)„ su viaje al Santo Sepulcro y la tragicómica visita al emperador de Oriente; en la Coronación de Luis, sus preocupacio­nes acerca de su sucesión y su inepto hijo Luis.

Es oportuno hacer notar que todas estas particiones y agrupamientos, aunque cómodos para los fines de una ojeada que quiera distinguir y ordenar rápidamente el conjunto de los temas, son, a pesar de todo, antihistóricos en el sentido que no repre­sentan, antes confunden, el verdadero pro­ceso cronológico de la epopeya medieval; las aventuras de Berta, por ejemplo, o los hechos y los amores juveniles de Carlomagno en España, fueron versificados en una fecha muy posterior al Cantar de Roldan, en la cual el monarca franco es descrito co­mo más que centenario. La tendencia a com­poner el género en ciclos es un fenómeno que se acentúa con el curso del tiempo; el éxito que obtiene un poema estimula a rea­lizar continuaciones, o precedentes del mis­mo; individuos en él apuntados sirven de enlaces para nuevas composiciones; el públi­co, que exige por una parte la perenne reno­vación de los temas, de otra parte se com­place en volver a encontrar personajes cono­cidos, de fisonomía bien determinada, lo cual impulsa a volver a traer al escenario aque­llos personajes en situaciones nuevas, a es­tablecer vínculos de parentesco o de amis­tad entre ellos, a anudar hilos más o menos sólidos entre las diversas tramas; así, poco a poco, en torno a los primeros poemas ais­lados, se va cristalizando un material múl­tiple, continuamente reanudado y ampliado, a menudo bajo la influencia de los «romans courtois», en refundiciones no sólo france­sas, sino también latinas, provenzales, espa­ñolas, alemanas, celtas, inglesas, holandesas, nórdicas, y organizada finalmente, hacia fi­nes del siglo XIII, en vastas compilaciones, en verso y en prosa, que se proponen pre­sentar la historia entera de un héroe o de un grupo, como, para citar alguna, Las conquistas de Carlomagno del francés David Aubert, la Karlamagnússaga en Escandinavia, la Realeza de Francia (v.) y las Histo­rias narbonenses (v. Los Narbonenses) de A. da Barberino en Italia; obras cuyos méri­tos artísticos suelen estar en proporción in­versa al ingenuo celo erudito que las infor­ma.

Al ciclo de la epopeya carolingia perte­necen algunos poemitas caballerescos del si­glo XV como Reinolt von Montalban (o Los cuatro hijos de Aymón, v.), Malagis y Ogier von Ddnemark. Al mismo ciclo pertenecen también las cuatro novelas en prosa de Elisabeth von Nassau-Saarbrücken (1397-1456), esto es, Loher y Maller, Huge Scheppel, Herpin y Sibille. En forma de libros para el pueblo se publicaron en el siglo XVI otros relatos del ciclo carolingio: Fierabrás (1533) y Los hijos de Aymón (principio del si­glo XVI) entre ellos. Como se ve, la litera­tura épica de que hemos venido tratando se convierte, en cierto momento, en algo de valor europeo, que en los diversos paí­ses puede adquirir colorido y aspectos nue­vos (piénsese, para recordar un caso, en la elaboración particularmente italiana que transforma al virtuoso y sublime campeón Roldán en un Orlando enamorado y loco); su lugar de nacimiento es, huelga repetirlo, Francia, de donde se difunde por Occidente gracias a la fascinación que produce el es­píritu francés en la época de las Cruzadas. Pero ¿cuándo y de qué modo se han for­mado las leyendas épicas francesas? La pre­gunta plantea un problema capital de la filología neolatina, que ha apasionado a ge­neraciones de hombres de estudio y susci­tado innumerables discusiones e investiga­ciones particulares y generales. El debate, lejos de haberse apaciguado, sigue siendo vivo, si bien aquí la orientación de la crí­tica actual diverge decididamente de la ochocentista. Los más antiguos cantares de gesta se remontan, todo lo más, a la se­gunda mitad del siglo XI; pero revelan, de manera más o menos evidente, su relación con acontecimientos de siglos anteriores, que se muestran en ellos más o menos deforma­dos; en el Cantar de Roldán, por ejemplo, se nos da un eco inicialmente distinto de la histórica derrota de Roncesvalles.

Mientras ha durado el vigor del mito romántico de la «poesía popular» curiosamente unido con la metodología positivista, la preocupación de los romanistas ha sido colmar el vacío temporal que media entre el suceso histó­rico y los cantares de gesta, y explicar la de­formación experimentada por el hecho acae­cido. Se construía, por lo tanto, un pro­ceso, expresado en variados matices (así no faltaba quién postulaba cantilenas epicolíricas, breves y apasionadas, después re­unidas en poemas, mientras otros admitían que desde el principio existieron verdade­ros y propios poemas, y otros, en fin, ima­ginaban una tradición bajo forma de relatos no versificados), pero en todo caso referido en su origen a la época carolingia (Gastón París) y hasta merovingia (Pió Rajna), y en cualquier caso inmediatos a los acontecimientos relatados en los cantares; por lo tanto, tan antigua como aquellos aconte­cimientos, sería la epopeya francesa, a la cual, por consiguiente, era forzoso reco­nocer cierto carácter germánico, de don­de la fórmula famosa «espíritu germánico en forma románica». A este modo de ver las cosas, partiendo de premisas metodológi­cas diametralmente opuestas (concepto de la obra de arte como creación individual, en lugar del fantástico e impensable de poesía colectiva; escepticismo acerca de la preten­dida secuela secular de cantos o poemas per­didos, de los cuales en realidad no se tiene el menor rastro, ni ningún testimonio con­creto irrefutable; examen de las crónicas y otras fuentes escritas, que equivale a decir procedentes del ambiente culto, en lugar de la inaprehensible tradición oral e impersonal) , se han venido oponiendo en los últimos decenios teorías ligadas al nombre de Philipp August Becker y, sobre todo, de Joseph Bédier.

Bédier, habiendo observado ciertas curiosas manifestaciones que se encuentran, a partir de 1040 y hasta el siglo XIII, en la vida de una porción de monasterios e igle­sias colocadas junto a las rutas de las famosas peregrinaciones medievales (con tum­bas, recuerdos funerarios, las reliquias y las armas de héroes épicos; mientras sus cró­nicas exaltan, junto a santos obispos y aba­des, héroes épicos, con documentos que pre­sentan como fundamentos de adquisición y pruebas que se atribuyen fácilmente a hé­roes épicos), ha llegado a la conclusión de que los cantares de gesta han sido ela­borados, en el decurso del siglo XII y no antes, en los monasterios relacionados con las peregrinaciones, ya sea para aumentar el esplendor y la autoridad de esos monaste­rios, ya para deleite de las muchedumbres de peregrinos; y que, por lo tanto, son obra absolutamente francesa. Toda la crítica de los cantares de gesta posterior a Bédier está dominada por las investigaciones de éste; partes accesorias del edificio erigido por ese escritor tan erudito como brillante, no han podido resistir el choque de válidas objeciones; hay casos, por ejemplo, en que los trabajos clericales suponen, sin sombra de duda, poemas precedentes, y se han servido de éstos; pero queda instaurado y no revocable lo que parece ser lo esencial de la teoría de Bédier: el hecho de que los cantares de gesta nacieron en el siglo XI, del clima espiritual y cultural de aquella época.

Clima que, naturalmente, consta de componentes variados, entre los cuales por lo demás hallan lugar, junto a los elementos que son creación propia de un autor deter­minado (madurada en su fantasía por sín­tesis que se pueden comprobar, pero no reconstruir), también elementos de la próxi­ma tradición histórico épica latina de los siglos IX y X, y elementos de la tradición clásica. El axioma de Bédier ha de ser com­pletado por lo demás con la reflexión de que el género «cantares de gesta» es una abs­tracción irreal; en la realidad existen sólo los varios cantares de gestas, cada uno de los cuales tiene su propia historia indivi­dual, que ha de estudiarse por sí misma, de manera que uno puede resultar de inspira­ción más monástica y otro más feudal; uno de sabor más arcaico (esto es, franco o ger­mánico) y el otro de sabor más reciente (o francés): uno más rico en circunstancias históricas, el otro más independiente y fan­tástico.

S. Pellegrini