En una época dominada por la musa de la epopeya, el reflorecer de las letras latinas precursor del próximo humanismo (piénsese que el De bello troiano, de Josephus Iscanius de Exeter, contemporáneo del autor del Román de Troya, v., Benedit de Sainte-More, en el Renacimiento era considerado obra de Cornelio Nepote, hasta tal punto supo aprovecharse de los modelos clásicos), unido al interés por el mundo oriental suscitado o reavivado por las Cruzadas y los viajes, indujo al hombre de buena cultura latina a componer cantares de gesta valiéndose de materiales de la tradición antigua. El más antiguo documento conocido de esta orientación es un poema franco provenzal acerca de la juventud de Alejandro Magno (v.), compuesto por cierto Alberich de Pisangon (no Besangon o Briangon) a fines del siglo XI y en los primeros años del XII y, por lo tanto, poco posterior a la más célebre redacción del Cantar de Roldan (v.), y contemporáneo de las primeras canciones trovadorescas que conocemos. Las biografías arromanzadas de Alejandro Magno gozaron durante toda la Edad Media, alta y baja, de gran favor; no extraña, pues, que aquel poema franco provenzal (del cual sólo ha llegado hasta nosotros un fragmento, pero del que, sin embargo, podemos formarnos idea suficiente a través de una traducción alemana publicada hacia el año 1140 por el sacerdote Lamprecht) fuese seguido de una continuación pictavina anónima de notable valor estilístico a juzgar por lo que de ella nos queda, y a ésta ulteriores continuaciones debidas a diversos autores amalgamadas en el picardo Román de Alejandro (v. Alejandro Magno), vasta composición de toda la vida del macedonio.
Otros poetas franceses tomaban por tema la genealogía de Alejandro, otros, el castigo de sus asesinos, otros, momentos particulares de su existencia, mientras a la leyenda del gran caudillo dedicaba los solemnes hexámetros del Alexandreis Gautier- de Chátillon, y el tema era utilizado en alemania, en Inglaterra (primero en dialecto anglonormando y después en inglés), y luego en España en el culto Libro de Alexandre (mediados del siglo XIII). Así se tiene un amplio ciclo que en analogía con la costumbre épica se podría llamar «gesta de Alejandro», resuelto al fin, como las otras gestas, en una narración en prosa, y todavía vivo en el siglo XIV, como lo demuestra el éxito de otra obra muy admirada entonces de Jacques de Longuyon. Pero ya antes del Román de Alejandro, entre 1150 y 1170, la idea de remover en sentido medieval las leyendas históricas de la antigüedad había pasado a explotar otros campos, y así se habían compuesto el Román de Eneas (v.) y el Román de Troya, en un orden cronológico que no se ha podido dilucidar, pero que con toda probabilidad corresponde a nuestra enumeración. Estas obras, y más que otra alguna la última, ejercieron gran influjo, produjeron gran abundancia de imitaciones, de refundiciones en prosa y traducciones, en Francia y en todo país occidental, desde España (Crónica Troyana y otras traducciones al castellano, gallego y catalán) a alemania (Eneida, v., de Heinrich von Veldeke, introductor del «román courtois» en la literatura alemana; la Guerra de Troya, v., de Konrad von Würzburg, etcétera), de Inglaterra, Holanda y Escandinavia a Italia, donde, junto a textos vulgares, fue también compuesta una compilación latina, la Historia destructionis Troiae (véase), de Guido delle Colonne, libro que procuró difusión a la materia troyana más que el mismo original de Benedit y fue a su vez punto de partida de ulteriores trabajos como el «misterio» Historia de la destrucción de Troya y la amplia exposición de Raoul le Févre titulada Colección de las historias de Troya (1464), además de haber servido de fuente, por lo menos en parte, para el Filóstrato (v.), de Boccaccio.
De la popularidad de estas narraciones míticas en tiempos de Cacciaguida da testimonio el Dante en un pasaje famoso del «Paraíso» (XV, w. 124- 126); en el siglo XVI gustaban todavía en forma de novelas caballerescas a la española, que fueron reimpresas muchas veces, o en cantares igualmente afortunados. Menor éxito obtuvo en cambio el Eracles (v.), de Gautier d’Arras, que teniendo por tema la vida fabulosa del emperador de Oriente de aquel nombre (siglo VII) es propiamente una novela «bizantina», más que «antigua»; con todo, por afinidad de espíritu, de estructura y de motivos se suele insertar en la sección de la literatura medieval de que ahora estamos hablando. Esta novela, mejor que otra alguna, puede dar idea del proceso de tendencias y gustos que se extiende desde comienzos del siglo XII hasta la época del Renacimiento. Los primeros poemas acerca de Alejandro no son en el fondo sino cantares de gesta de tema antiguo. Su afinidad se manifiesta evidente también en los poemas subsiguientes, que repiten orientaciones, fórmulas y situaciones de los cantares de gesta, y como ellos consisten en incesantes batallas y desafíos. Pero la introducción de los nuevos temas no es meramente externa, sino que va acompañada de un espíritu nuevo, un espíritu más conscientemente literario, el cual abierta y jactanciosamente declara el tiempo pasado en las bibliotecas y la cordial inclinación al placer de la cultura y de la sociabilidad.
El interés de los autores no es ya atraído únicamente por el comportamiento de los guerreros ni por la viril bravura en grado superlativo y maravilloso; ahora se dirige a todo saber, pero, especialmente, podríamos decir al saber de salón, brillante y atractivo, al conocimiento de las cosas curiosas, raras y exóticas que adorna el discurso con lo pintoresco, le confiere decoro por medio de las descripciones y abre fuentes de maravilla, mucho más copiosas y variadas que las que estaban a disposición de las precedentes generaciones épicas; y como, siguiendo a Ovidio (del cual se traducen no sólo las Metamorfosis, v., sino también el Arte amatoria, v., y los Remedios de amor, v.), también el alma humana y su principal pasión se revelan como campo de extraños y cautivantes fenómenos, el amor, asunto casi ignorado por los cantares de gesta más antiguos o tratado con desconsiderada grosería, se torna ingrediente esencial poco a poco, y los enamoramientos, discusiones acerca de la naturaleza del amor y monólogos de enamorados, pinturas de sus afanes y de sus anhelos, van ocupando un espacio cada vez mayor… De este modo el poema épico del tipo del Cantar de Roldán se ha transformado en una novela rebosante de aventuras con facetas de muy diferentes elementos fantásticos, garbosamente erudita e inclinada a lo sentimental y a la escenografía, en la cual, al mundo fabuloso de los antiguos, se le ha vestido con un disfraz cristiano feudal que (aunque desconcierte a los modernos ver a Alejandro o a Héctor, v., encarnar la perfección caballeresca, o a Ismene, v., hermana de Eteocles, v., hacerse monja, con otras cien doncellas tebanas, a la muerte de su prometido) no puede originarse en la cándida ingenuidad sino que es, sin duda, una operación consciente, producida por la firme religiosidad medieval y el sentido de continuidad de la historia y actualidad de la antigüedad, ya que no por el propósito de un bien determinado efecto estilístico. Nada quizá podría simbolizar mejor la transición así producida, que la circunstancia de que nuestro ciclo ya no iba destinado al canto rítmico, sino a la meditada lectura.
Chrétien de Troyes fue el gran divulgador de la nueva fórmula de arte, que él siguió aplicando hasta que la necesidad de dar más libertad a la fantasía le hizo evadirse del marco demasiado limitado de los temas clásicos y volver la atención hacia la llamada «materia de Bretaña». Después de él las narraciones de materia antigua adquieren por completo un carácter cortés, volviendo a verterse en la gran corriente de las novelas de caballerías y de aventuras.
S. Pellegrini