[Nár vi dode vágner]. Drama del noruego Henrik Ibsen (1828-1906), publicado en 1899. El escultor Amoldo Rubek vuelve con su joven esposa a Noruega, después de haber conquistado en el extranjero honores y riquezas. Se complace recordando a su mujer la prosperidad en que viven y las atenciones que reciben por todas partes, pero no logra ocultar la interna inquietud que desde hace algún tiempo le oprime. La celebridad no le satisface, porque siente que la íntima esencia de su obra maestra no ha sido entendida, y le falta la inspiración para nuevas obras que no sean los bien retribuidos retratos, en los que, con maligna alegría, da a sus modelos veladas semejanzas bestiales. En su mismo hotel se halla también Irene, la mujer que fue su modelo para la obra maestra que le hizo célebre. Tiene ésta algo de espectral, rígida en su vestido blanco, seguida siempre a distancia por una acompañante que espía todos sus gestos. Poseída de un tranquilo delirio, asegura que no vive en la vida, que ha dado muerte a dos hombres con los que sucesivamente se casó, y que ha hecho morir a sus hijos: manía homicida que seguramente ha estado a punto de convertirse en hechos. De lo que ella considera su muerte tiene la culpa Rubek. Frente a su cuerpo desnudo e intacto, éste sólo sintió el pensamiento de su propia obra. No se dio cuenta de que ella no sólo le ofrecía el cuerpo a la contemplación del artista, sino que entregaba el alma entera al hombre. Rubek sabe que Irene fue para él, más que modelo, la fuente misma de la inspiración.
Por eso se hace en él más agudo el sentido de la culpa: no sólo para con ella, sino también, y sobre todo, para consigo mismo. Ha renunciado a la vida por el arte: de la vida se ha servido para crear una inanimada apariencia de arcilla: no la ha hecho suya, no se ha embriagado y nutrido humanamente de la vida. También él está muerto, e Irene puede ahorrarse el traspasarle con el puñal que lleva siempre consigo. Pero Rubek niega que esté muerto: arde como nunca por el amor de que habla Irene, «fruto terrestre, de la vida terrestre llena de belleza, de maravillas, de misterio». Pueden todavía vivir su vida, aunque sea por un solo día. En un impulso apasionado, Irene lo sigue hasta la cima de la montaña, donde en el esplendor del sol debe celebrarse su fiesta nupcial. Pero un alud los arrolla y cuando llega la acompañante de Irene, traza sobre el abismo que los ha engullido el signo de la Cruz, mientras pronuncia la última despedida: «Pax vobiscum». Ibsen escribió Al despertar de nuestra muerte, que es su último drama, a los setenta y un años. Extrema y desesperada confesión de un poeta que, cargado de años y de gloria, escruta todavía su propia conciencia con ojos despiadados, sin que los apasionados aplausos de la multitud le reduzcan a una cómoda indulgencia. El pecado, que roe en lo profundo a tantos héroes de Ibsen, aquí no tiene expiación, porque es sentido como muerte, no como corrompimiento sanable de la vida. Ni cabe tampoco el remordimiento, sino un delirante impulso hacia la resurrección imposible. Y el signo de la Cruz trazado sobre el abismo fatal y las palabras que le acompañan, «Pax vobiscum», parece como un solemne y clemente viático para toda la obra severa y trabajosa de este poeta sediento de absoluto. [Trad. española de Pedro Pellicena Camacho, en Obras completas, tomo XIV (Madrid, 1922).]
G. Lanza
En este drama, los ardores del pensamiento ibseniano se tiñen de un pálido color de desilusión, que les hace bastante más simpáticos que no la luz un poco insolente de los rayos declamatorios en que se complace a vecea en envolverlos en obras anteriores y contra la que Max Nordam creyó conveniente proteger sus ojos con lentes ahumados. (De Lollis)
Poesía desesperada como ninguna, y no del pensamiento del placer que endurece o de la vida que pasa, sino del pesimismo que es la imposibilidad consciente para el hombre de conseguir el fin que su naturaleza le impulsa a proponerse, o le hace desear proponerse. (B. Croce)