Protagonista de la tetralogía novelesca (v. Tor quemada) de Pérez Galdós (1843-1920): Torquemada en la hoguera (1889), Torquemada en la cruz (1893), Torquemada en el Purgatorio (1894) y Torquemada y San Pedro (1895).
Es la última encarnación del gran Avaro (v.). Pero, aparte el amor al oro y el odio a los gastos, que le unen con sus predecesores, el Torquemada de Pérez Galdós es una figura totalmente nueva. Su aspecto es el típico: barba amarillenta, tez biliosa, ojos negros y penetrantes, maneras a veces hipócritas, casi femeninas, y otras veces violentas, según se trate de tomar o de pretender; calvo, sucio, flaco y repelente, no se preocupa lo más mínimo por mejorar su físico por medio del vestido. En efecto, lleva siempre trajes raídos, llenos de manchas y de mugre. Pero Torquemada tiene un hijo, un hijo en quien deposita toda su humanidad, toda su pasión y la admiración sin límites por las especiales aptitudes que el joven demuestra en el estudio de las matemáticas. Por él, Torquemada es capaz incluso de hacer algún gasto, y aun de llegar a ser una buena persona.
Así, cuando el muchacho enferma gravemente, Torquemada piensa que Dios quiere castigar así su avaricia y no sólo busca a los mejores médicos, sino que se dedica incluso — no hay que decir con cuánto asombro por parte de sus amigos — a obras de caridad, a fin de obtener el perdón divino para sus sucias maniobras de despiadado usurero. Y sus deudores, en lugar de los malos modos de costumbre, encuentran esta vez una palabra afectuosa y ofrecimientos de auxilio. Cuando el hijo muere, Torquemada permanece unido a él por una especie de hilo espiritual que le consiente verle y amarle en su duermevela. Este sentimiento meta- físico — que se insinúa en un hombre tan atrozmente materialista que es capaz de contar las estrellas del cielo y pensar cuál podría ser su rédito si en lugar de estrellas fueran escudos — es lo que le convierte en un ser distinto de los otros grandes avaros.
Seguro de la realidad del vínculo que le liga a su hijo muerto, y convencido de que debe obedecer los consejos de éste, que anhela «resucitar y vivir de nuevo», Torquemada, pasada ya la cincuentena, contrae nuevo matrimonio y, una vez más, cambia de camino. Al emparentar con la familia de La Cruz, arruinada pero de noble alcurnia, el usurero, como todos los ricos, siente nacer en él la ambición de ascender en rango social. Y, poco a poco, abandona su grosero hablar y su miserable atuendo. Su avaricia y su sordidez, ante la nueva vida, van poco a poco apagándose aunque no sin que se produzca de vez en cuando alguna reacción. Sin embargo, Torquemada, en lo íntimo de su corazón, no deja de ser un usurero: y cuando al término de una vida llena de afanes recibe los últimos sacramentos, todavía discute con el sacerdote el problema de su salvación, regateando con Dios lo que debe dar a los pobres y a los conventos para asegurarse la salvación eterna.
F. Díaz-Plaja