Tirante el Blanco

[Tirant lo Blanc]. Protagonista de la novela caballeresca ca­talana titulada con su nombre (v.), de Johanot Martorell (mediados del siglo XV). Tirante es un caballero bretón, según exi­gía la gran boga de los< «romans» artúricos e incluso su nombre parece inspirado en el de Tristán (v.).

Inicia sus empresas a los veinte años, en tierras lejanas. Es, por en­tonces, un típico «caballero errante» en busca de ocasiones donde manifestar su valor y su destreza en el manejo de las armas, siempre en singular combate, en campo cerrado y durante fiestas reales. Es­te Tirante bretón y artúrico carece de fi­sonomía propia mientras su autor, nacido en Valencia, le hace andar por Inglaterra. Pero cuando el caballero llega al Medite­rráneo, su figura adquiere un perfil perso­nal: el héroe se humaniza, dialoga con gra­cia, es sensible al buen humor y a la sutil argucia cortesana, y a la vez, su valor y sus fuerzas físicas hallan una verdadera empresa de carácter universal en que em­peñarse: la lucha contra el Turco y la salvación de Constantinopla, ideal de todo caballero cristiano de aquella época.

La empresa a la que Tirante se siente llamado no es personal ni puede realizarse con caballerías errantes ni combates singulares; exige la organización de poderosos ejérci­tos, la toma de ciudades, provincias y rei­nos, y una inteligente combinación entre fuerzas terrestres y poderosas escuadras na­vales. Y el caballero errante se transforma en un gran general. Ya no serán Lanzarote (v.) ni Tristán (v.), héroes literarios, quienes le servirán de modelo y espejo para sus caballerescas hazañas, sino Roger de Flor, capitán de la expedición de cata­lanes y aragoneses a Oriente en 1302, el cual se convierte así en paradigma del hé­roe de la novela de Martorell. La epopeya renacentista italiana, a su vez, idealizará la figura histórica de Roger de Flor en el Ruggiero (v.) del Orlando furioso (v.), co­mo acertadamente demostró Ezio Levi.

Y lo que un siglo y medio antes fue historia, ahora será literatura, y Tirante, como Ro­ger de Flor, se casará con una princesa bizantina, será «césar» del Imperio y libe­rará Constantinopla del dominio turco. La princesa Carmesina (v.), hija del emperador de Constantinopla, sentirá, desde el primer momento, una irresistible pasión por el va­leroso Tirante. Su amor recuerda, más de una vez, el de Tristán e Isolda (v.), sobre todo en la muerte de entrambos (muerte con temas literarios derivados de la fábula de Hero y Leandro, v.). Mas para llegar a esa sublimación espiritual de amor y muerte, Tirante y Carmesina habrán de pasar a través de fáciles amores que rozan la lascivia y la deshonestidad, no exentos de notas boccaccianas.

Es porque Tirante ha cesado de ser bretón para convertirse en mediterráneo y Carmesina ha perdido su bizantina gravedad para transformarse sen­cillamente en una muchacha enamorada, como Melibea (v.), con la cual tiene más de un punto de contacto. Valencia y Nápoles, las dos grandes ciudades del monarca de Johanot Martorell, Alfonso el Magná­nimo, se sobreponen, con su exuberancia, la clara luz de su sol y su alegría del vi­vir, a Londres y a Constantinopla. Tirante surca los mismos mares que Ulises (v.), realiza hazañas como las de Hércules (v.) y enamora a princesas como las enamoró Jasón (v.), pero no mata dragones ni ca­balga hipogrifos, ni desbarata él solo a millares de enemigos, porque es un héroe construido humanamente.

Si una vez sus ejércitos logran una gran victoria en Áfri­ca, en la cual muere un cristiano por cada cien sarracenos, el autor se apresura a aclarar que ello depende de que los paga­nos no estaban tan bien armados como los soldados de Tirante ni tenían tan buenos caballos. Y si Tirante, en consecutivas ba­tallas, vence a diversos caballeros, su pri­mo Diafebus nos ofrecerá una explicación puramente fisiológica del caso: «la mayor virtud que tiene Tirante es que le dura mucho^ el aliento, que aunque combata de la mañana a la noche y vaya siempre ar­mado, jamás se pierde por falta de aliento». Su fuerza física, por lo tanto, es, aunque extraordinaria, natural. Le ocurren acci­dentes como a una persona cualquiera, co­mo, por ejemplo, el de romperse una pierna al saltar por la ventana de Carmesina, tras una escena de amor.

Si el héroe histórico Roger de Flor murió asesinado en Andrinópolis, víctima de la doblez bizantina, el héroe novelesco Tirante morirá también en Andrinópolis, pero… de una pulmonía ful­minante. «Aquí — escribirá, asombrado, Cer­vantes, al juzgar el Tirante el Blanco — comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte». Como Cervantes, todos espe­rábamos que Tirante muriese con la espa­da desenvainada contra sus enemigos, o que muriese de amor, o que reinase duran­te muchísimos años como príncipe gene­roso sobre sus vasallos bizantinos. En lu­gar de ello, Tirante muere de una prosaica enfermedad, en un momento en que sus empresas y su falsa intervención histórica no podrían prolongarse sin grave quebranto de la verosimilitud. Tirante luchó y triun­fó como un gran general de su tiempo, amó como todos los enamorados, con idea­lismo pero sin renunciar a la sensualidad y si su creador, Johanot Martorell, le hizo nacer bajo la estrella de Marte y en tie­rras bretonas, no en vano el autor era de Valencia y había leído novelas de Boccac­cio. Precisamente en virtud de ello, Ti­rante no es una mera copia de Lanzarote ni de Tristán, ni una parodia de estos hé­roes artúricos, pero tampoco el prototipo del caballero mediterráneo.

M. de Riquer