Los poetas griegos menores que quisieron seguir a Telémaco en su madurez no supieron darle un drama: sólo lograron hallar para él una buena esposa, y aun indicaron varias, entre las que la más acertada fue sin duda Nausica (v.). Su carácter tradicional siguió siendo el del joven bien nacido, sensible a todo noble ideal, más amante de la prudencia que inclinado a los inevitables errores de la juventud, y sobre todo dispuesto a atesorar su gloriosa herencia y los sabios consejos de los mayores.
Como tal, Telémaco debía conocer una nueva fortuna y conquistar nuevos lectores en las páginas de la famosa novela seiscentista de Fénelon Las aventuras de Telémaco (v.). En ella el viejo motivo homérico, apenas insinuado, del viaje que constituye la primera experiencia auténtica de vida a través de la cual maduran la mente y el alma del joven Telémaco [Télémaque], pasa a ser el verdadero protagonista del libro. El viaje vuelve a narrarse con gozosa fantasía, dulce elocuencia de estilo y a veces monótona abundancia: es ahora una verdadera peregrinación por Grecia y por Italia, a la que no faltan aventuras de guerra ni episodios de amor, y la sencilla experiencia humana del antiguo hijo de Ulises se convierte casi en el indispensable «curso» de experiencias políticas y sociales, pero sobre todo políticas, de un joven destinado al trono.
Raro ejemplo de afortunada refundición y de acertado desarrollo de una fábula antigua, Telémaco adquiere así, en esa nueva versión de sus aventuras, una mayor profundidad, sin falsear con ello sus premisas: el adolescente de oído atento y ojos abiertos, un poco triste, que intenta enriquecer su sabiduría para capitalizar las conquistas de sus padres, muestra ya en su aquiescencia el preludio de un sentido crítico: podemos estar seguros de que sus hijos, esto es, los herederos de Fénelon, último de los verdaderos clásicos franceses, serán los enciclopedistas del siglo XVIII. Sobre todo, el nombre de Telémaco debe a la novela de Fénelon su moderno valor proverbial; como igualmente proverbial, aunque no exento de cierto halo de escolástica pedantería, ha pasado a ser el nombre de Mentor.
Por lo demás su figura, o mejor su tipo, incluso cuando su nombre no se menciona, es uno de los favoritos de los escritores modernos, preocupados por el eterno problema de una adolescencia que debe hacer su aprendizaje antes de entrar en la vida, en la que las primeras experiencias y las inevitables deducciones podrán desarrollar una facultad mejor que otra, una inclinación por encima de las demás, y marcar para siempre el destino de toda una carrera mortal. El drama de Federico Moreau (v.), protagonista de La educación sentimental (v.), de Flaubert, ¿no es acaso el de ser, simbolizando tantas generaciones modernas, un Telémaco sin Mentor? ¿Y no es también claramente un Telémaco, según propia confesión del autor — y aun quizás el Telémaco típico del siglo XX —, el Hans Castorps de La montaña mágica (v.), de Thomas Mann, cuyo mentor más verdadero entre otros muchos falsos mentores que intentan imbuirle errores distintos y aun contradictorios, resulta ser precisamente un italiano, un hijo del «Risorgimento».. Giuseppe Settembrini?
M. Bonfantini