Señora Verdurin

[Madame Verdurin].. La riquísima burguesa «née» Des Beaux y su marido Verdurin, personajes de En busca del tiempo perdido (v.), de Marcel Proust (1871-1922), son los dueños de un fastuoso, hospitalario y a menudo inteli­gente salón parisiense de larga vida, cuya suerte acompaña, como enemiga y paralela,, la de los salones del inexpugnable «Faubourg» Saint-Germain, cuyo altivo y envi­diado símbolo es la Duquesa de Guermantes. (v.).

El acceso a la casa de Sidonie Verdu­rin, en el Quai Conti, que acoge, a la vez que a auténticos señores del ingenio — en­varados académicos y tímidos latinistas de la Sorbona—, a resentidos aspirantes re­chazados a los viejos blasones, no es di­fícil.

Entre aquellas paredes, Odette de Crécy (v.), una «demi-mondaine», conoce a su futuro marido, Swann (v.) y de aque­lla unión, antes de que Swann la rompa, la señora Verdurin es la complaciente pro­tectora y la sonriente cómplice. Proteger a los demás, y con ello dominar e imponerse, es para madame Verdurin una necesidad: fundamentalmente mala, comedianta por temperamento, insuperable en la maligni­dad y en la intriga, siembra discordias en­tre sus mismos fieles cuando teme que pue­dan huir de ella, corroe los núcleos más compactos y envenena con su maledicen­cia firmes amistades, mostrándose siempre maestra de disgregación, en cuanto de ésta nace, más cierta y más sólida, su dicta­dura.

Hospitalaria por vanidad y por egoís­mo, y aun a veces generosa, la señora Ver­durin lleva una alta política de antagonis­mo contra los inaccesibles castillos de la nobleza mientras aguarda, paciente y ven­gativa, el día en que aquéllos habrán de rendírsele. Por su salón, donde sufre in­decibles jaquecas por causa de la música demasiado alambicada — y tal vez porque realmente le cansa la excesiva tensión que su papel social le impone—, pasa, y es festejado, el violinista Morel, raro intérprete de aquella sonata de Vinteuil que recorre todo el libro con sus dolorosos motivos. Después de la guerra — de la que fue acé­rrima partidaria — la señora Verdurin, viu­da, se casa en segundas nupcias con un duque auténtico y, finalmente, en terceras nupcias, nada menos que con el príncipe de Guermantes.

Aspiraba a un puesto de dama de honor y se encontró reina; pero sigue siendo rumorosa, incurablemente pe­tulante, apasionadamente aficionada a «for­mar clan», a participar en alguna excéntrica «élite» y a mantenerse siempre a la van­guardia, ahora que ya es vieja, como cuando no era más que una simple burguesa. Siem­pre Señora Verdurin, en una palabra, tal y como el poeta la fijó y como seguirá siendo siempre, a pesar de su título casi robado a la verdadera y encantadora prin­cesa.

G. Palco