Señora Ramsay

[Mrs. Ramsay]. Para explicar que la señora Ramsay, protago­nista de Al faro (v.), novela de Virginia Woolf (1882-1941), haya podido convertirse en uno de aquellos personajes cuyos fan­tásticos rasgos y polémicos humores de­finen en considerable medida el arte mo­derno (y para citar un precedente harto significativo mencionaremos a Bloom, v., del Ulises, v., de Joyce), bastará atribuir­le el valor de una medida dolorosamente sensible del tiempo y del espacio (el tiem­po, en este caso, de un veraneo repetido a la distancia de varios años en una de las diminutas islas oceánicas que se ha­llan frente a la costa septentrional de In­glaterra; y el espacio de un horizonte recogido alrededor de un simbólico faro, del mar y del sol estival que brilla sobre aquellas remotas y luminosas playas).

Pero la sencillez lineal de la psicología de esa mujer, encerrada en el limitado marco de los afectos domésticos, reina de un mundo familiar sobre el que derrama a manos lle­nas los tesoros de una serena belleza y de una inconmensurable bondad — psicología, por lo demás, siempre líricamente domina­da por el ímpetu del sentimiento —, y la propia belleza tranquila que la exterioriza, difusa en la innumerable sonrisa del pai­saje marítimo, aun después de que, muerta ella, aquél sólo parece subsistir como pa­tética proyección semiborrada por la leja­nía y la añoranza de su forma perdida, esa sencillez y esa belleza, decimos, excluyen el exasperado rigor del subjetivismo intros­pectivo que atormenta a los personajes de Joyce y de Proust.

Es, pues, una medida sensible del tiempo y del espacio; pero una medida en cierto modo pasiva, símbolo ob­jetivado de todo cuanto nos atrae y nos ama, según la definición que Spinoza dió del amor, fuera de nosotros; y la señora Ramsay no será más que el objeto de un amor, de un recuerdo, de una viviente año­ranza en la que queda detenida, y en la que quien como ella se detenga «verá», como en una pantalla, su propio devenir y su propio desaparecer. Símbolo de la casa, de la amistad y en general de los más dul­ces vínculos que nos atan a la tierra por donde transcurrimos como sombras fatiga­das de un asiduo movimiento, así como de todas las certezas más evidentes y al mis­mo tiempo más traidoras de la obra corro­siva del tiempo, Mrs. Ramsay permanece irracionalmente viva y presente como un angustioso sentimiento de amor, viva más allá de la misma posibilidad de conocimien­to que turba y desconcierta a su marido, a sus amigos y a sus hijos, luego de muerta ella.

Lo real no puede ser conocido — pa­rece sugerirnos en el ímpetu de una efusión que a veces viola incluso el sello de la muerte — más que a través de la gracia de una intuición inefable, de una inspiración que ilumine, de una «visión» de alma ena­morada. Y sólo Lily, la amiga pintora, y Carmichael, el viejo poeta, parecen al fin recoger su mensaje, resolviendo con un acto de fe el doloroso conflicto entre inteligen­cia y corazón, razón y pasión, conocimiento y memoria, que es el motivo dramático e intelectual que inspira y justifica la en­cantadora ambigüedad humana del retrato.

G. Bassani