Segismundo

El personaje Segismundo del drama filosófico La vida es sueño (v.) es una de las creaciones más vigorosas de Calderón de la Barca (1600-1681), y aun de todo el teatro español.

El anciano rey de Polonia, Basilio, que es también astrólogo, lee en los astros que su hijo Segismundo será un príncipe malvado y que, después de haber dado muerte a su madre con su nacimiento, le derribará del trono y le humillará a él. Para alejar de su cabeza y del reino tan triste destino, Basilio en­cierra a Segismundo en una torre construi­da entre abruptas montañas, confiándole a la custodia del fiel Clotaldo. Pero al cabo de muchos años, una duda, que es también una esperanza, le induce a tentar la suerte; y Segismundo, dormido gracias a un filtro, es llevado a palacio, donde despierta con­vertido en príncipe. Su conducta confirma la predicción de las estrellas y demuestra que un sombrío furor guía sus instintos; por lo que, tras administrarle un nuevo bebedizo, se le vuelve a llevar a su antigua prisión.

El pueblo de Polonia, sin embargo, en un generoso impulso de rebeldía, le da la libertad y humilla al viejo soberano, exaltando a Segismundo al trono. Toda la fábula dramática se desarrolla alrededor de la figura y el destino del príncipe: sus re­acciones al despertar en palacio y las que le inducen a replegarse sobre sí mismo cuando se halla de nuevo encarcelado. El artificio del filtro y la confusión de su do­ble estado en el fondo de su conciencia rudimentaria le llevan a dudar de la na­turaleza de la vida que oscila entre la rea­lidad y el sueño. ¿Cuál es la vida verda­dera? Y, puesto que le falla la certeza, ¿cuál deberá ser su conducta para descu­brir un punto firme en que apoyarse? Más que en la acción, por lo tanto, la raíz del drama debe buscarse en los impulsos y angustias del alma del protagonista.

El drama es el fatigoso nacimiento de la con­ciencia de Segismundo y del sentimiento de su libertad. Su título hace pensar en su relación con el problema del conoci­miento y en el afán de descubrir, en un mundo de fantasía, la secreta validez de lo real. Pero en definitiva el drama no consiste en la duda sobre la naturaleza de las cosas y del mundo, en si realmente existen o si son sólo ilusorias apariencias; cala más hondo, y plantea un problema de voluntad y de moral. Por ello sería más correcto llamarlo Segismundo, como los griegos llamaron Prometeo (v.) o Edipo (y.) a las grandes tragedias de la concien­cia humana en conflicto con la divinidad y con el destino. Ésta es la génesis que ve­mos desarrollarse a lo largo de dos monó­logos que constituyen como las columnas del drama. El primero coincide con la apa­rición del protagonista, vestido de pieles y encadenado en el fondo de la torre don­de está encarcelado desde su nacimiento.

Dos son sus temas: «Pues el delito mayor / del hombre es haber nacido» y « ¿Y tenien­do yo más vida / tengo menos libertad?» Si el delito del hombre no consiste en ha­ber nacido, porque también nacieron las aves, las fieras, los peces y la naturaleza, ¿qué ley, justicia o razón puede explicar que el hombre sea menos libre que las demás criaturas? A este angustioso proble­ma Segismundo no contestará hasta el se­gundo monólogo cuando, fracasada la ex­periencia de Basilio, vuelve a encontrarse de nuevo encadenado en la torre de su so­ledad y desde allí, liberado por la sedición popular, parte para su definitiva victoria. Una vez más los instintos intentan nublarle el juicio. Pero Segismundo ha sufrido de­masiado en la soledad y en la confusión y ha podido comprender la única verdad que rige nuestro destino. Sea realidad, o sea sueño, la vida se justifica, no ya en el plano de los instintos, sino en el de la virtud: «Mas, sea verdad o sueño, / obrar bien es lo que importa». Nos hallamos al final de la tercera jornada y con estas pa­labras se consolida el valor eterno del dra­ma.

El conflicto que lo determina trascien­de las personas de sus protagonistas para alcanzar el clima de las ideas madres, que torcieron el rumbo de la antigua visión de la vida y crearon el Renacimiento. Fatali­dad y libertad son los términos opuestos entre los cuales se debate la conciencia de Segismundo… El hombre no prevalece sobre las fieras y sobre la naturaleza por la pre­destinación de Dios, sino sólo por la secreta autonomía de su conciencia. Y se salvará de la esclavitud de los instintos — que son su hado y su fragilidad — a través de la virtud del libre albedrío.

La vida es efí­mera y voluble, pero la virtud es eterna. El hombre prevalece sobre la naturaleza porque es libre de vencer a los instintos y elegir la virtud. Si se piensa en la época en que el drama fue compuesto y en los grandes problemas que agitaban las con­ciencias durante la Edad Media y el Rena­cimiento — la predestinación y la gracia, San Agustín y Pelagio; el descubrimiento del hombre y de la autonomía de su con­ciencia—, se advertirá que el hechizo que ha acompañado hasta nosotros a la figura de Segismundo procede de los inquietantes contenidos y de los fatales presentimientos que, en el breve y artificioso desarrollo de su fábula, el poeta ha sabido ver en él.

Si la suerte de los hombres está gobernada por las estrellas, si existe el destino, nada puede hacer el hombre para eludir una fa­tal predestinación decidida por un cielo inescrutable; si por encima de los seres humanos se cierne una invisible y miste­riosa fuerza que gobierna su conducta, va­nas serán sus obras para rescatarlos del mal a que los condena su nacimiento. Un Se­gismundo medieval habría sido víctima de su hado y hubiera dado salida al oscuro torrente de sus instintos sembrando el luto y la desolación a su alrededor. Pero La vida es sueño fue compuesta después de los grandes descubrimientos del humanismo y del Renacimiento, y el personaje Segismundo no puede ya ser el ciego juguete de un invisible Hado.

En cambio, es el símbolo de la autonomía y de la voluntad, en el sentido de la dignidad humana que ha tras­ladado los planos de la vida y ha situado al hombre en el centro del Universo como protagonista y creador de las cosas y del mundo. El drama de Segismundo, por lo tanto, se ha convertido en el drama de la libertad: el drama de la conciencia humana que es ahora dueña de su destino y que, más allá de las estrellas y de los cielos, gobierna libremente su conducta. Pero hay otro motivo poético que envuelve a esa singular criatura y la sitúa en un plano diverso del que ocupan las demás criaturas de la fantasía y de la vida. Nos referimos a la soledad. El hombre está solo en los momentos supremos de su carrera mortal: solo cuando nace, solo ante la muerte, solo en las horas decisivas de su destino.

La incomunicabilidad de las almas, esa autén­tica prisión de la que ninguna rebelión popular logrará libertarnos, puede ser com­batida, y es posible evadirse de ella sólo a través de la conciencia de la libertad. La batalla que se libra en Segismundo no tiene por escena la torre y el palacio real de Polonia, sino el más secreto fondo de su conciencia, la soledad de su inco­municación espiritual con las demás cria­turas del drama. No le salvarán Rosaura ni Estrella, ni el amor ni el triunfo, sino el esfuerzo que él finalmente llevará a cabo, replegándose en sí mismo e interrogando, en la secreta soledad de su castillo in­terior, las raíces de su humanidad que serán también las de su libertad y las de su divinidad.

G. Marone