Saúl

[šā’ūl], Hijo de Kis, primer rey de Israel. Gabaonita de un humilde linaje de la tribu de Benjamín, «no había entre los hijos de Israel otro más apuesto que él y todos los demás le llegaban sólo hasta los hombros».

Su reino fue una continua guerra contra los filisteos. Sólo le faltó la última victoria, la victoria contra el «es­píritu malo» interior, contra su grandioso y satánico orgullo. Y precisamente por este éxito negativo de una vida negativa Saúl reúne en sí más rasgos sublimes que ningún otro personaje bíblico: en él se encuentran los dos órdenes del misterio: el misterio de Dios y el misterio del mal. Es un en­cuentro feroz y angustioso, pero esa an­gustia es totalmente interior y plasma una personalidad maniquea singularmente de­solada y una existencia vertiginosamente sola. Job (v.), el hombre que resiste a Sa­tanás, y Saúl, el hombre que resiste a Dios: las dos categorías del Dios viviente, en la historia. Esta significación metafísica emer­ge lentamente de sus hazañas, hasta darle muerte; y en la muerte se restablece el equilibrio humano-divino.

La figura de Saúl no admite otras notas, ni el libro primero de Samuel (I de los Reyes, v.) admite otra aventura. Los tres protagonistas de la di­vina tragedia pasan por él como tres gi­gantes sobre un desierto: Samuel (v.), Saúl, David (v.); el paréntesis de sombra entre los dos santos. Cuando el pueblo pidió un rey «como lo tienen todas las naciones». Saúl apacentaba sus rebaños. Samuel, el «vidente de Rama», le descubrió a través de la transparencia de Dios, cuando andaba por los campos buscando las asnas perdidas, y le ungió rey: en un camino polvoriento y caluroso, ellos dos solos tejieron el Des­tino. A partir de entonces cesó la teocracia israelita, el Palacio se separó del Taber­náculo y el trono del arca.

Israel tuvo un trono mortal, exactamente «como todas las naciones», y empezó a morir, absorbiendo la muerte desde la cabeza para que luego cundiera por todos los miembros. Después de la unción, Saúl recibió la investidura del misterio: «Encontrarás a una turba de profetas que bajarán profetizando de las alturas, precedidos por salterios, tímpanos y cítaras. Y el espíritu del Eterno se apo­derará de ti y profetizarás con ellos y serás cambiado en otro hombre». El mundo invi­sible salía así a su encuentro, encarnado por los profetas, los hombres del más allá. Pero su religión profunda y sombría estaba demasiado cerca de la tierra y no lograba desprenderse de ella: el sentido de la tierra y la soberbia de la carne hicieron de Saúl una mónada, como una estatua encima de una columna. En 1040 a. de C., después de su primera victoria, tuvo lugar la elec­ción oficial en la asamblea de Mispah: después, el sacrilegio de un holocausto ilí­citamente celebrado por él en lugar de Samuel, fue la primera piedra miliar de una trayectoria profana.

En aquel gesto se decidió toda su triste vida: « ¿Qué has he­cho?… El Eterno hubiera establecido tu reino sobre Israel para siempre; pero aho­ra tu reino no durará; el Eterno se ha buscado un hombre según su corazón y el Eterno lo ha destinado a ser príncipe de su pueblo». Entonces David, el hombre se­gún el corazón de Dios, compareció frente al héroe del pecado. Y Saúl volvió a pecar, en la gran matanza sacrificial que la jus­ticia de Dios se había reservado sobre los inhospitalarios amalecitas: «Ve y derrota a Amalee y extermina todo cuanto le perte­nece; no perdones a nada ni a nadie». La soberbia y la codicia estaban regiamente se­dientas y en virtud de la primera, Saúl conservó viviente bajo las cadenas a Agag, rey de Amalee, y por la segunda, conservó todos los rebaños.

El horror de aquella violación fue irremediable, fue como la predestinación a Satanás: «La rebelión es como el pecado de la adivinación, y la ter­quedad es como la adoración de los ídolos y de los dioses domésticos. Y puesto que tú rechazaste la palabra del Eterno, tam­bién él te rechaza como rey… Y Samuel, mientras vivió, no volvió a ir a ver a Saúl… Y el Eterno se arrepentía de haber hecho a Saúl rey de Israel». Dios se arre­pentía, como en los días del Diluvio: ¡cuán­tas maldiciones no se encierran en el arre­pentimiento de Dios! Es el preludio de la destrucción: como entonces lo fue del Di­luvio, lo es siempre del infierno.

La tra­gedia va haciéndose cada vez más densa y cobrando una amargura casi intolerable: el rey acongojado que arrastra a Samuel por el manto, para que no le deje solo, abandonado como un niño; y el viejo pro­feta que, antes de partir hacia su descon­solada tumba, hunde su espada en la presa ilícita, en el vencido rey Agag: «Se ade­lantó a Agag, vacilando y diciendo: Pero morir es amargo…». Saúl no se recobró jamás de la congoja de aquel día; siempre solo consigo mismo, torturado por una tris­teza infernal: «el Espíritu del Eterno se había retirado de Saúl, el cual era turbado por el Espíritu malo suscitado por el Eter­no». David tocaba el arpa para consolar su tristeza: la música, el arte dionisíaco por excelencia, celebra aquí, en la revelación de Israel, su rito de consuelo. Es el encanto del dolor, como en el Kalevala (v.): David tocaba contra la serpiente diabólica, y Saúl se olvidaba de sí mismo en la paz de la nada.

Los pueblos de la armonía, Atenas, Lesbos o Siracusa, no conocieron jamás la metafísica ni aun la teología de esa arpa hebrea que disputaba al demonio un alma desesperada. Pero un día Saúl arrojó su lanza contra el arpa, y David huyó; y a Saúl le faltó incluso el fantasma de Dios: la música. La locura multiplicaba el miedo y el miedo la sospecha. Samuel había muer­to y el joven salmista andaba errante por las cavernas. Saúl le odiaba porque sabía que Dios amaba a David, y le perseguía por los barrancos, enfurecido y con la es­pada en la mano, como un esbirro del de­monio. A veces su pecho rompía en llanto, y su altivo ánimo naufragaba en una la­mentable lucidez: «Y Saúl levantó la voz y lloró. Y dijo a David: Tú eres más justo que yo, porque me has devuelto bien por mal, mientras yo te devolví mal por bien… Y he aquí que yo sé que sin duda tú rei­narás… Júrame, pues, en nombre de Dios que no destruirás a mi progenie después de mí». Los filisteos acudieron como moscas al olor del pecado y se alinearon para la última batalla.

El anciano rey ya no tenía fuerza, ni siquiera aquella fuerza que le sostenía contra su propia alma: quiso con­sultar al oráculo de Dios, pero Dios no le contestó. Y hele aquí, en su postrera no­che, disfrazado y en ayunas, en Endor, so­bre el pequeño Hermón, preguntando a los dioses aquello que el Señor no había que­rido decirle. La maga de Endor, la última de Israel, evocó para él el espectro de Samuel, el último juez: «Veo a un ser so­brehumano que sale de bajo tierra… es un viejo que se yergue envuelto en su manto». Van repitiéndose los «ya no más» que suben humeantes de las tumbas: «Mañana, tú y tus hijos estaréis conmigo. Y en­tonces Saúl cayó súbitamente de bruces en tierra». Pocas horas más tarde, en el monte Gelboé, los filisteos daban muerte a los tres hijos del rey, y Saúl, bajo el inmenso peso de Dios, se derrumbó sobre su propia espada. Más tarde los israelitas de Jabes recobraron el cadáver y lo incineraron con imperecedero afecto. Fue la única pira en Israel, de la unicidad de Saúl.

Casto como no lo fue David y sobrio como no lo fue Salomón (v.), sus virtudes paganas se con­virtieron en cenizas, porque su relación con aquel Dios que tan presente tenía no fue una relación de amor, esto es, de gracia, sino sólo una relación de congoja. A David se le perdonó mucho, porque había amado mucho: Saúl, címbalo resonante quebrado por el Eterno sobre el monte Gelboé, no podía ser perdonado. Tan lejos de Adán (v.) que ama a Dios, como de Capaneo que le odia o de Fausto (v.) que habla con el Infierno, Saúl se llevó consigo a la tumba Ysu único e irreiterable símbolo de hombre religioso irreligioso, suspendido entre el horror de Dios y el horror de Satanás. Era el año 1012. David le lloró con la kinnah, la más musical de sus elegías; y tal vez el muerto rey «se sintió aliviado… y el espí­ritu malo se alejó de él». «¡Oh esplendor de Israel, sobre tus montes cómo cayeron muertos los valientes…! ¡Oh hijas de Is­rael, llorad a Saúl!» P. De Benedetti