Cuando logró su primer mártir, la iglesia estuvo completa: el primer mártir, la última piedra. Fue en el año 36, en Jerusalén, junto al templo profanado.
La muerte del diácono Esteban se narra en Los hechos de los Apóstoles (v.). Su gloria fue doble: la de ser el primero y la de entrar en la historia por boca de Dios, por la Escritura revelada. «Esteban, lleno de gracia y de fortaleza, obraba prodigios y suscitaba grandes señales entre el pueblo». Era uno de los siete diáconos de Jerusalén, consagrados por los apóstoles, casi encarnaciones de la caridad, al modo como los obispos encarnaban la fe y los fieles la esperanza.
Pero las tres virtudes circulaban por toda la Iglesia, y Esteban, el ministro de los pobres y de las obras, cumplió su obra suprema muriendo en la sabiduría por la Sabiduría: sus enemigos, los hebreos helenizados, «no podían resistir a la Sabiduría ni al Espíritu que hablaba». Y Esteban era «el Espíritu que hablaba». Esa palabra divina fue la que le llevó ante el sanedrín, y allí, en el umbral del martirio y del Paraíso, el Espíritu habló en él por última vez. Fue el más importante discurso de Esteban: «Mirándole fijamente, todos cuantos estaban sentados en el consejo, vieron su rostro como el rostro de un ángel».
La gracia de su paz era tan viva que penetraba incluso en el mundo diabólico que le rodeaba, y los propios judíos adivinaban en él la naturaleza angélica. Esteban lo olvidó todo de pronto, se olvidó de sí mismo y del odio que le rodeaba, y empezó a hablar cariñosamente, como diácono de caridad: «Hombres, hermanos y padres, oídme: el Dios de la Gloria se apareció a nuestro padre Abraham». ¿Qué defensa, qué elocuencia? Bastaba la historia de Israel: los profetas, los mártires, una limpidez de espejo.
En aquel espejo apareció^ Cristo, y acaso también él: Esteban. Moisés (v.) «pensaba que sus hermanos comprenderían como Dios por su mano les daba la salvación, pero ellos no le entendieron». También Esteban lo pensaba y ellos no le entendieron. El Dios que no tiene Templo porque todo es Templo para él («el cielo es mi trono y la tierra escabel de mis pies»), el Dios de Esteban, había sido muerto violentamente a manos de aquellos hombres. «Os resistís constantemente al Espíritu Santo: como hicieron vuestros padres hacéis vosotros. ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres?» El diácono había comprendido: Israel sólo era fiel a la lógica de su raza, como sus padres.
El sanedrín estaba irritado, Esteban juzgaba y los jueces se revolcaban en el furor. Estaban más abajo que la muerte, se hallaban en el infierno que sigue a la muerte: «prorrumpiendo en gritos, se taparon los oídos». Es el ademán dantesco de la condenación: la verdad es demasiado grande, no puede desaparecer ni morir. Contra su inmensidad no hay más que la inmensidad del mal, pleno, consciente, de quien rehúsa. Se taparon los oídos porque oían la verdad, y lo sabían, pero la rehusaban.
Esteban, por su parte, se hallaba en el otro polo del ser: «He aquí que veo los cielos abiertos, y el Hijo del Hombre sentado a la diestra de Dios». Y las piedras caían sobre él y él se aproximaba al éxtasis eterno: «Y doblando las rodillas, gritó en alta voz: ‘Señor, no les imputes este pecado’. Y tras estas palabras se durmió en el Señor». Había entrado en su casa, bajo las piedras, en un milagroso sueño, como el sueño del grano bajo la gleba; ya lo había dicho Jesús: «Si el grano no muere…». Allí cerca, un joven fariseo guardaba las túnicas de los verdugos, «consintiendo en su muerte». Aquel joven judío se llamaba Saulo y era natural de Tarso (v. Pablo).
P. De Benedetti