La lapidación de San Esteban figura en la Divina Comedia (v. «Purgatorio», c. XV), en forma de visión. Su relato se reduce a unos pocos versos (106-114).
La serenidad aumenta a medida que nos acercamos a la cumbre; mejor dicho, esa serenidad, un clima alto, angélico y casi sagrado, que poco a poco va alejando hacia el fondo a la furibunda muchedumbre, a los gritos y a los golpes, es el tema fundamental del pasaje. Las gentes, pues, armadas de piedras y encendidas de ira, rodean a un joven, le golpean y le dan muerte, mientras uno grita a otro, únicamente: « ¡Martirízale, martirízale!» Abre el episodio la mansedumbre del inerme joven y la multitud que se arroja sobre él, llenando la escena y manifestándose todavía más temible en su unánime invocación al martirio.
Pero basta que prosiga el discurso: «Y él veía…»: la figuración se traslada al lado del mártir y le coloca en primer plano; los actos de San Esteban — no cae, sino que se inclina hacia tierra por la muerte que ya pesa sobre él, pues incluso la muerte adquiere contornos serenos, musicales y angélicos — trazan a su alrededor un aura fervorosa y celeste de silencio. Y en esa zona, mientras la muerte se acerca y arrecia la «guerra», San Esteban se guía mirando siempre al cielo y orando con aquel rostro que provoca compasión. «Siempre»: no vuelve los ojos ni hacia la tierra ni hacia sus perseguidores: la muchedumbre está ya lejos.
El poeta describe el sacrificio con la solemne gravedad de un rito. Los hechos de los Apóstoles (v.) llaman «vir» y «homo» a San Esteban, a quien el poeta en cambio representa como un joven. ¿Por qué? Por un error de memoria, responden los comentaristas, o por influjo de la pintura cristiana que, en efecto, representa generalmente al protomártir en edad juvenil. En realidad, la razón más auténtica de esa diferencia reside en el diverso modo de situar al personaje fundamental.
En los Hechos, San Esteban no sólo tiene jerarquía de hombre, sino estatura: su historia está totalmente acordada sobre el motivo de su tempestuosa gallardía; con talla de «hombre» se enfrenta con sus jueces en el concilio, y habla con energía, y les ataca («dura cerviz», «homicidas», «traidores») con viril energía. Es una figura más heroica que digna de compasión, más magnánima que mansa. Y por encima de su muerte tras la furiosa lapidación, destaca su lucha de hombre contra otros hombres.
No está desarmado: profetiza con elocuencia torrencial, define con lógico raciocinio, ve a Dios («vidit gloriarn Dei»), habla en nombre de Dios. Incluso en la muerte, la nota que domina es la «apostólica»: la muerte está llena de solemne y sacerdotal dignidad: el mártir ora, hinca la rodilla en tierra, invoca al Señor a grandes voces («clamavit voce magna: Domine…»), y se duerme en Él. Dante envuelve en el silencio la muerte de su personaje. Por ello es justo hablar de dos personajes distintos: el uno, el de los Hechos, domina la escena con su heroico vigor; el otro, el de Dante, con su angélica mansedumbre.
P. Baldelli