Personaje del epílogo dramático Al despertar de nuestra muerte (v.), de Henrik Ibsen (1828-1906). Amoldo Rubeck, hombre que se halla nietzscheana- mente situado más allá del bien y del mal, desprecia la ley común, escrita para el vulgo.
Pero el encuentro con una mujer a quien amó en su juventud y a la que sacrificó en aras de un soberbio sueño de arte, despierta en él secretas e imperiosas voces de vida. Es demasiado tarde. El hombre no puede hacer resucitar lo que el artista mató. Rubeck, héroe sin grandeza, no logra encarnar una personalidad que se ha desgarrado a sí misma violando al mismo tiempo la personalidad del prójimo. A través de la trama que recubre su esencia, se vislumbra su naturaleza mortal. Rubeck, que se proclama artista nato, arrollando todos los derechos ajenos y toda felicidad para poder mejor afirmar su yo, no logra justificarse en una soberbia grandeza de hombre o de artista. Y felicidad y dominio se quedan en vanos sueños.
Su tardía pasión por la mujer de su juventud no le transfigura ni le hace más claro a sus mismos ojos. Rubeck, que más que una auténtica personalidad es una mera larva, un lánguido eco de un acorde extinguido, atraviesa la escena y la vida como tantísimos personajes; sin dejar rastro, sin la bendición de una semilla que germine en un fruto. Sin embargo, quien considere a Rubeck sin otras preocupaciones y quiera ver en él a una alma humana que libremente escucha las voces más profundas de su yo, podrá ver en su figura — en aquella su carrera desesperada tras un amor que, además de un llamamiento a su más íntimo ser, es también muerte y liberación de una dolorosa personalidad terrena — cierta significación y cierta oculta poesía.
B. Del Re