Como Julieta (v.), Romeo es un personaje de un relato italiano de Luigi da Porto (1485-1529), Julieta y Romeo, en el que se repetía un tema ya anteriormente desarrollado en un cuento del Novellino (v.) de Masuccio Salemitano y más tarde por Bandello en una de sus Novelas cortas (v.).
Pero su valor de personaje universal arranca del drama de William Shakespeare (1564-1616), Romeo y Julieta (v.). Romeo no es el creador de su tipo: sus orígenes son muy remotos y tal vez podríamos ver su primera afirmación en Píramo (v.), según nos lo presenta Ovidio en sus Metamorfosis (v.); pero, si el personaje de verdadero enamorado no aparece con él por primera vez, sí encuentra en él por vez primera su justificación completa y, más aún, la exacta relación entre su vida contemplativa y la vida activa de los demás hombres. Píramo vive sólo para morir víctima de un trágico error: su pasión es el medio que le conduce a su lamentable muerte; Romeo vive para amar y para hacer pasar ante nuestros ojos el rápido y luminoso meteoro de un amor perfecto: su muerte no tiene otra misión que la de sellar un episodio que se concluye en sí mismo.
En ello coinciden su poesía y sus límites, ya que Romeo no representa al amor, sino sólo la revelación del amor. Él lo es todo en el momento en que la pasión se le aparece fulgurante, y no tiene más razón de ser que la de captar su maravilla y gozar de ella como ningún otro hombre sabría hacerlo. Desde su primera aparición Romeo aguarda ese momento y casi tiene conciencia de ello: aun antes de conocer a Julieta, como en un presentimiento, le vemos proyectarse hacia el milagro que le está destinado y adquirir de él una primera y pasajera experiencia que nos revela su carácter. Pero en ese milagro hay algo demoníaco, una trágica imperfección que invalida Una aventura perfecta: apenas Romeo se halla frente al espectáculo de la gloria amorosa, pierde los contactos con la realidad cotidiana que todavía permanece en él, pronta a asomar de nuevo: lo que él siente tiene caracteres de eternidad, pero Romeo no puede llevar esa eternidad al mundo humano en que vive, ni puede redimirla, sino sólo vivirla fuera del tiempo, como en un sueño.
Y en un lenguaje de ensueño, lleno de temerarias metáforas, tomadas de los más audaces conceptos de la lírica cortesana del siglo XVI, habla Romeo en la famosa escena del jardín de los Capuletos (II, 2). La brusca recaída al mundo de los demás le sorprende sin preparación; responsable de la muerte de su mejor amigo, Mercucio (v.), Romeo se ve obligado a dejar el lenguaje del amor para volver a tomar, siquiera sea por un momento, el de los hombres. Hasta entonces, incluso los odios de su familia por la familia rival le habían parecido disolverse en la magia que le envolvía, y había hablado de paz como si estuviera durmiendo, sin sentir los hechos, y atribuyéndoles el clima de su propia visión; pero al sentirse herido por el drama de la rivalidad, el dulce enamorado no logra conciliario con la nueva experiencia que hay en él: todo el amor de su corazón nada puede hacer por el hombre, que es un lobo para el hombre.
En su alma hay pues dos vidas que se alternan sin fundirse: la una le invita al éxtasis, la otra le quiere homicida; la tragedia de estas dos existencias consiste en su recíproco y fatal olvido, en su imposibilidad de comunicarse, una a otra, su mancha o su redención. La relación que las liga es una relación de locura: el amante parece loco al hombre, que se reprocha haber olvidado su propio honor civil en un devaneo de ensueño; y loco parece el hombre al amante entregado a la contemplación. La conclusión última no puede hallarse en Romeo sino fuera de él;’ en aquellos que le sobreviven, porque, a pesar de todo, Romeo les llevó un mensaje: su propia posibilidad de olvidar en sí al homicida para verter en otro corazón toda la luz y toda la dulzura que se revelaron al suyo, es la confirmación de un bien que todo lo sumerge. Y, una vez terminada la aventura, los que queden se sentirán impulsados a apoderarse de la purísima locura del protagonista para olvidarse a su vez de sí mismos en un común apaciguamiento.
Con Romeo toma así forma completa aquel tipo de amante feliz y loco, como lo presupuso Platón y como se mantuvo en la tradición, aunque antes de él no llegara jamás a alcanzar grandes proporciones; su significado es el antiguo significado del hombre que puede olvidar la vida por el éxtasis de un amor que, más que realidad, es maravilloso preludio de realidades: la misión de revelar este amor a los hombres, como valor activo y consolador, no le corresponde a él, sino que recae ya en la esfera de la santidad.
U. Déttore