[Robert Lovelace]. En Clarissa (v.), de Samuel Richardson (1689-1761), Lovelace es el seductor cínico e impune que sólo vive de sus privilegios de varón.
Antes de él, ese desenfreno sin ley sentía la necesidad de apoyarse en un poder oficial: sólo los crueles tiranos y reyes de países que jamás existieron podían encontrar en la persecución de una doncella un derivativo a su universal exceso de poder. Pero Lovelace es un individuo particular, y, como tal, concentra y limita su maldad en la vida del sexo; es una figura nueva de tirano aburguesado y amante del placer que, en lugar de apoyarse en la fuerza inmediata, abusa de una situación de privilegio sexual propia de una sociedad masculina.
Con él, aquel personaje todo maldad y todo culpa, que la tradición había visto cobijado bajo el manto real, pasa a ser sencillamente un seductor, y como tal habrá de perpetuarse: expresión de un espíritu que tendía a sustituir la vida política por la de los sentimientos y de las sensaciones. Como personaje, Lovelace carece de individualidad, si exceptuamos aquella que procede de su cualidad de primer modelo de una fórmula a la que habrán de atenerse fielmente el vizconde de Valmont (v.) de las Amistades -peligrosas (v.), Febo de Cháteaupers (v.) de Nuestra Señora de París (v.) y don Rodrigo (v.) de Los novios (v.), por no <citar otros.
Es el hombre que vive para sus placeres y que sólo considera tales aquellos que afirman su poder sobre los demás; pero, como para él los demás se reducen únicamente a la mujer, los atributos de su fuerza se limitan, a su vez, a cuanto a la mujer se refiere: la prestancia física, la elegancia en el vestir, la sonrisa cruel y la violencia fácil. En el fondo, en este su degenerado refinamiento reaparece un motivo primordial : la elemental y ambiciosa violencia del macho para quien la vida vuelve a ser únicamente una pura relación entre los sexos.
Por lo demás, la conducta de Lovelace tiene un aspecto contradictorio, por cuanto el arte de Richardson, partiendo de costumbres observadas de la realidad, se esforzaba en vano en conciliar el desenfrenado sensualismo contemporáneo con la moral. Lovelace se alaba de la maldad de su conducta y se jacta de ser un libertino sin escrúpulos (en él Diderot habrá de encontrar «los sentimientos de un caníbal» y «el alarido de una fiera»), secuestra a Clarissa, llevándola a una casa de citas, la viola tras haberla narcotizado, y al mismo tiempo confiesa su amor por ella y declara estar dispuesto a tomarla por esposa.
M. Praz