Protagonista de la novela Crimen y castigo (v.), de Fedor Dostoievski (Fëdor Michajlovič Dostoevskij, 1821-1881). Como personalidad, Raskolnikov es un hombre muy distinto de lo común, rico en fuerzas intelectuales y morales. He aquí cómo lo caracteriza su amigo Razumichin: «Sombrío, huraño, altivo y soberbio; en los últimos tiempos, y quizá ya antes, impresionable e hipocondríaco. Generoso y bueno.
No gusta de expresar sus sentimientos y prefiere cometer una crueldad a traducir en palabras los movimientos de su corazón… Terriblemente encerrado en sí mismo, todo le es indiferente y todo le asquea; permanece tumbado sin hacer nada ni interesarse jamás por aquello que en un momento dado interesa a todos. Tiene de sí mismo una altísima opinión y, al parecer, no le falta razón para ello». A pesar de su alejamiento de los demás, Raskolnikov no es ni frío ni duro de corazón, antes por el contrario siempre es accesible a los sentimientos tiernos y generosos, al amor y a la piedad, como lo prueba su actitud para con su madre y con su hermana o para la familia de Sonia Marmeladova (v.). Pero el rasgo esencial de su espíritu es la capacidad de concentrarse teóricamente y sobre todo de transformar en pensamientos las torturas de su corazón.
El juez instructor Porfirio Petrovich (v.), al cual Raskolnikov se confiesa, tras un largo duelo dialéctico sobre el derecho a cometer un delito para bien de la humanidad, caracteriza el asesinato perpetrado por aquél como fruto de «un corazón irritado teóricamente». Teóricamente Raskolnikov es un «superhombre» nietzschiano por anticipación, es decir, un hombre «más allá del Bien y del Mal». Por lo demás, es sabido que Nietzsche apreciaba grandemente a Dostoievski y lo consideraba como uno de sus «maestros». La relación entre Raskolnikov y el superhombre nietzschiano se pone de manifiesto en la división que aquél establece entre hombres «comunes» y hombres «excepcionales». El «derecho al crimen» es precisamente un privilegio de estos últimos, mientras que la masa debe someterse a aquello que unánimemente se reconoce como Bien y Mal, y ser sólo en cierto sentido el «material» destinado a que de su seno nazcan los hombres «excepcionales» capaces de decir la «palabra nueva».
Pero Raskolnikov es ruso, y por lo tanto está dotado de ciertas peculiaridades en cuya virtud, al llegar a un determinado momento, la lógica de la teoría rebasa la teoría misma y, por otra parte, es sencillamente un hombre derrotado y perseguido por el destino, y por lo mismo, de alma accesible a aquel Bien y a aquel Mal más allá de los cuales debería encontrarse. «Si Napoleón no hubiese tenido un día el valor de ametrallar a una muchedumbre inerme — piensa — nadie se hubiera dado cuenta de él y habría pasado por el mundo como un desconocido»; la grandeza napoleónica, por lo tanto, empieza en aquel acto de evasión de la moral común en el que se afirmaba una poderosa independencia intelectual. Y Raskolnikov intentará dar una versión personal de aquel gesto, asesinando a una vieja usurera, para probarse a sí mismo su perfecto dominio sobre sus actos.
Pero su teoría es condenada por la misma necesidad que experimenta de justificarla ante la moral de los humildes y de servirse de aquella misma moral para formularla. En realidad, en cuanto rebelde, Raskolnikov no aporta ningún mensaje nuevo: no puede prescindir del mundo que niega, porque la rebelión es su único modo de reconocer su propia existencia; sin darse cuenta es seducido por el espejismo de una larva abstracta de superioridad sin contenido, y se abandona a un grandioso libertinaje espiritual en el que la imagen de la gloria sustituye a la de la mujer. El hecho nuevo acontece más tarde, cuando, después del crimen, el superhombre se revela inconsistente y empieza el humilde descubrimiento del hombre. Si hasta entonces Raskolnikov había sido un puro representante del espíritu finisecular, ahora predomina en él el ruso, con la idea de una purificación mística a base de humildad y de renunciamiento.
Acercándose casi sin darse cuenta a aquellos mismos hombres vulgares sobre el desprecio a los cuales intentaba erigir su pedestal, y redimido por una prostituta, Raskolnikov acepta la condena de los hombres y gracias a ello se salva. Sin embargo, esta salvación sólo le interesa a él; su experiencia purificadora no es todavía un mensaje, sino una simple expiación. Por ello, Raskolnikov, tras haber representado un siglo, en la culpa y en la derrota, no logra representarlo en la redención, ya que carece de fuerza para comunicársela. Según el consejo del juez Porfirio Petrovich, ha logrado la luz abandonándose a la «corriente de la vida», dejándose llevar adonde sea, renunciando a la lucha y aferrándose a los valores elementales del hombre para encontrar en ellos su originaria bondad: es la trágica salvación rusa por la sumisión pasiva. Pero ya por entonces Europa, que conocía la salvación contemplativa y militante de sus santos, no podía aceptar tal credo de estoica pasividad.
E. Lo Gatto