El gran sofista de Abdera es uno de los pensadores que en los diálogos platónicos sostienen mejor la comparación con Sócrates (v.).
Platón le cita a menudo en el Teetetes (v.), expone ampliamente sus doctrinas, y lo introduce en carne y hueso en el diálogo que lleva su nombre. En él aparecen, como en el Gorgias (v.), todo un grupo de sofistas, del que Protágoras es evidentemente el jefe por la superioridad de su talento, mientras los demás son a lo sumo especialistas como el filólogo Pródico. Protágoras es también superior a ellos por su carácter, ya que, aunque sea vanidoso y presuntuoso como los demás, tiene encantadores momentos de timidez que le hacen simpático: así, cuando Sócrates quiere que conteste en breves palabras y no en largos discursos, Protágoras se da cuenta de que ello significa abandonar el terreno en que es maestro, y que aceptando el método del adversario da a éste la ventaja inicial, pero aun así, por una especie de benevolencia o de debilidad, acepta la proposición de Sócrates.
Su talento, como el de todos los sofistas, es la seducción: hay en él una necesidad continua, y casi femenina, de agradar; necesita el clamor de los aplausos, y si éstos no llenan el aire a su alrededor, se siente inmediatamente perdido. Extraño filósofo, que depende de su público al igual que un comediante, y que está dispuesto a todas las concesiones si con ellas ha de granjearse el favor de los oyentes. Éste le es tanto más necesario cuanto, como todos sus colegas, Protágoras pretende ganar dinero, y aun en cantidad. Protágoras, como Gorgias, tiene todo el empaque de los nuevos ricos. Pero Platón es demasiado concienzudo y demasiado artista para subrayar sólo esos evidentes defectos y por ello nos hace ver también las cualidades de Protágoras: ¡Cuán delicadamente comenta la poesía de Simónides! ¡Qué admirable se manifiesta como narrador de fábulas, como por ejemplo la que expone sobre los vicios de la civilización! Pero sobre todo Protágoras se halla en su elemento en cuanto toca el tema de la variabilidad y de la relatividad de todos los valores.
Así en el diálogo de su nombre, su brillante pirotecnia acerca de si una misma cosa puede o no ser favorable a unos hombres y nociva a otros, o sea buena y mala a la vez, provoca los aplausos de todos los asistentes. La relatividad de todas las cosas es el fondo de su filosofía. Lo que los demás filósofos hacen o dicen no es más que una parcial aplicación de ella, por cuanto sólo Protágoras, en plena conciencia, supo darle una base metafísica. Por lo mismo, si se quiere conocer a Protágoras, más que observar su tono y sus costumbres, análogos a los de los demás sofistas, es necesario estudiar directamente su filosofía. Así lo hizo Platón, no tanto en su diálogo Protágoras, en el que le presenta como figura humana, como en el Tgetetes, en el que Protágoras, que había muerto ya hacía tiempo, ni siquiera aparece personalmente, sino que es evocado por Sócrates, quien se encarga de exponer sus doctrinas.
Y aún declara asumir el papel de defensor suyo, llegando tan lejos en esta defensa que es difícil darse cuenta de hasta qué punto Platón repite exactamente lo que Protágoras había dicho en su libro La Verdad, o añade nuevos argumentos todavía más convincentes y de mayor alcance. Esta vez, por lo tanto, se trata de un gran retrato intelectual y profundamente psicológico. Protágoras, según aparece a través de este relativismo, es un tradicionalista que continúa la teoría de Heráclito. Protágoras no pretendía ser un innovador revolucionario; se limitaba a exagerar el que siempre había sido rasgo característico de -la vida griega: la pasión de la movilidad.
Protágoras siente la fascinación de la fragilidad de las cosas y desdeña u odia toda fijeza; el ser le asusta tanto como le atrae el devenir, y se abandona al desenfrenado juego de decir a la vez «sí» y «no» y se deja embriagar por él, pero al mismo tiempo ve en él una fuente de sufrimiento sin fin. En esta exposición hallamos un teorema que no se sabe exactamente si debe atribuirse a Protágoras o a otro sofista o al propio Platón: un color, como por ejemplo el blanco, es el resultado del encuentro de una capacidad de visión con las emanaciones de un objeto; el blanco no pertenece ni a éste ni a aquélla, sino que es el resultado de ambos, y si una de las dos partes es activa, la otra es pasiva, y por consiguiente sufre. Adivinamos que este filósofo debía tener un carácter débil y nervioso continuamente agitado por las sensaciones procedentes del exterior.
Ora el agente, ora el paciente, cambian sin cesar, de modo que el universo es el resultado de recíprocas influencias en una infinita ondulación. Esta filosofía de Protágoras nos brinda una visión sublimada de la vida que rodeaba a los sofistas y que ellos en su mayoría exaltaban: vivían en una Atenas versátil en su política interior y sujeta a continuas sacudidas en sus relaciones exteriores, que oscilaban entre el máximo poder y la más absoluta impotencia. Los sofistas, frente a semejante movilidad, prometían a sus jóvenes discípulos enseñarles a dominarla. La seducción mayor era la de lograr ser aún más móvil que esa movilidad y dar a entender que gracias a ello se podía obtener el poder. Si todo huía, ellos corrían aún más en delirante carrera.
No es difícil comprender que Platón viera con placer, y tal vez con admiración, esta doctrina, aunque contra semejante locura de movimiento la suya brindaba un seguro refugio: las Ideas invariables, inmóviles y eternamente estables.
F. Lion