Personaje principal de las novelas La conquista del reino de Maya (v.) y su continuación Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, del español Ángel Ganivet y García de Lara (1865-1898).
Pío Cid — física y espiritualmente contrafigura del autor — lleva en su nombre el doble símbolo de la «pietas» y de la fuerza. Y, paradójicamente, es el hombre que no tiene fe ni cree en la fuerza. Los años de su infancia, transcurridos en Andalucía-, son los de un muchacho cualquiera. Pero en cuanto tiene que elegir su camino, Pío Cid empieza a darse cuenta de que la carrera que le indican — la del foro — no satisface sus imprecisas exigencias espirituales. Intenta entonces el comercio, con cierta fortuna, en los más diversos países.
Pero la insatisfacción sigue persiguiéndole. Trasladado a África, abre un bazar europeo en Tabora y penetra en el Tanganica. Va a parar al país de Ruanda — el país de los maya—, se salva por los pelos y, montado en un hipopótamo, aparece a los ojos estupefactos de una tribu de primitivos. Los negros le aceptan por jefe, y el reino de Maya conoce gracias a él eso que se llama la civilización. Una civilización en la que Pío no tiene la menor fe, pero que le parece divertido experimentar por mero gusto. Luego, a la diversión sucede el hastío y tal vez cierto remordimiento. Y Pío Cid deja su reino y regresa a España. Su obra civilizadora se ha limitado a destruir la felicidad de los primitivos, le echa en cara la sombra de Hernán Cortés.
Pero Pío no había creído jamás en la colonización. Adondequiera que mire, detrás de la fachada sólo encuentra el vacío más desolador y desesperado. Tal vez sea el reflejo de su vacío interior, que intenta en vano llenar. Aquel que quiere ser ante todo hombre de acción, una vez en España, sin cambiar sustancialmente nada, tiende a concebir la acción como algo más eminentemente espiritual. Y abandonando sus experimentos colonizadores de negros, y renegando de ellos, se entrega a la colonización espiritual de sus compatriotas. Si una fuerza posee, la debe a aquel complejo de elementos discordantes que forman su personalidad, «mezcla de energía y abandono, de virtudes y perversidad, de serenidad y burla».
Fenómeno importante es su primero y único amor, que aunque aparece tarde en su vida, tiene en ella un papel fundamental y esencial. Sin embargo, ni siquiera el amor basta para darle una razón de ser. Menos que nunca, el pequeño orgullo del pedagogo respetado y obedecido, o del señor venerado por una familia entera o del hombre político. Pío Cid sigue siendo «el hombre de menos fe que existe en el mundo». Intenta formar un poeta, pero abandona la empresa al darse cuenta de que ha topado con un necio. Es candidato al Parlamento, pero proclama en los mítines su absoluta falta de ideas políticas, por cuanto sólo ve una esperanza de vida en el culto intransigente del ánimo y del cerebro en orden a una vida individual y propia que ignore y rechace a la sociedad.
Pío Cid es, a pesar de todo, una criatura superior. Sólo cree y sólo- ama a una cosa: a su yo. «¿Quién soy? Nadie. ¿Qué quiero? Nada. ¿Qué represento? Nada. ¿Qué poseo? Nada. Ahora estoy verdaderamente en camino de ser un hombre de veras, ya que si mi personalidad se rige sin buscar apoyo exterior alguno, quiere decir que está dotada de una íntima fuerza propia». Pero esa tendencia le arrastra a la renuncia total: a su empleo y a sus propósitos colonizadores, al amor de una duquesa a quien su temperamento sedujo, y a su propia actividad educadora. El hombre de acción descubre que le faltan los presupuestos mismos de tal cualidad. Todo falla, dentro y fuera de Pío Cid. Tal vez, si Ganivet hubiese continuado y concluido Los trabajos sabríamos cómo acaba Pío Cid.
Pero el terrible final está abundantemente previsto. En las palabras que cada uno le dirige en Los trabajos se adivina el presentimiento de su condena: «Y además de no tener fe, no tendrá ni el goce de vivir, ni esperanza, ni ilusiones, ni ambiciones (y todo esto poco a poco va muriendo en Pío Cid) y su existencia será como la de un árbol muerto». Pío Cid, que es la más completa negación de los aspectos prácticos de aquello que su nombre indica, es la más trágica expresión de la vida en la concepción de la «generación del 98»: la de quien se ve inexorablemente condenado a ser escéptico, pero al mismo tiempo está desesperado de serlo.
R. Richard