Protagonista del drama teológico El condenado por desconfiado (v.), atribuido a Tirso de Molina (fray Gabriel Téllez, 1584?-1648).
Paulo es uno de los más complejos personajes del teatro español, a pesar de lo concreto de sus rasgos estéticos y psicológicos, por la significación de su personalidad ética, a la que se han dado diversas interpretaciones, desde las que ven en él «una personificación rígida y abstracta» hasta las que le consideran como símbolo de una de las actitudes fundamentales del hombre ante Dios. Paulo lleva diez años viviendo en un desierto, macerándose en la plegaria y alabando al Señor por sus favores. Pero su ansia de lo divino oculta un orgulloso egoísmo ascético; en efecto, perturbado por un sueño, Paulo se atreve a pedir a Dios una revelación expresa de su destino en la otra vida. Ello equivale a una blasfemia, ya que es lo mismo que pretender entrar en los secretos del cielo; y Dios la castiga abandonando a Paulo, al demonio.
Éste aparece bajo la forma de un ángel y le revela que su destino será semejante al de Enrico (v.). En su orgullosa presunción, Paulo cree que el hombre que se le propone por modelo debe de ser un santo, y por el contrario, descubre que es un sacrílego y sanguinario delincuente. De golpe, su fe se derrumba. Si no existe un premio a la penitencia, a la represión de los instintos y a los sacrificios, ¿dónde está la justicia de Dios? Y si el destino de un santo puede ser igual al de un asesino, no queda tiempo para violar, robar y ser «homo homini lupus». A la insaciable sed de Dios, sucede en Paulo una insaciable sed de pecado, y para vengarse de un dios tiránico y engañoso, se hace bandido en el mismo bosque que vio sus penitencias, y arroja contra el cielo sus delitos, para desafiar su castigo.
La casualidad pone a Enrico en sus manos y Paulo quiere una vez más tentar al cielo e intenta con amenazas arrancar a Enrico una palabra de contrición. Fracasada la última prueba, ambos deciden unir su suerte en la vida como lo habrá de estar en la muerte. Pero Enrico peca por debilidad y por hábito y no por odio a Dios, y en su alma embrutecida por el crimen, conserva la fe en la misericordia divina y el amor por su anciano padre. Sobre estas virtudes descenderá la gracia divina cuando, caído en manos de la justicia, Enrico habrá de enfrentarse con la muerte. Paulo, en cambio, encerrado en su desesperación, rechaza los últimos auxilios del cielo y, luchando sin reposo contra la justicia de Dios y de los hombres, muere condenado. Se ha visto en este drama un doble plano: el plano humano, en el que las figuras tienen todo el relieve del sentimiento, y el plano teológico, que transfiere a los personajes las disputas seiscentistas sobre la gracia y la predestinación.
Paulo encarnaría entonces el rígido bañe- sismo (doctrinas sustentadas por el padre Báñez), que niega todo valor a las obras y afirma una fatalista predestinación, mientras Enrico representaría el molinismo (defendido por el padre Molina), que postula plena cooperación del hombre con la gracia. Bajo esta modalidad oficial, dispuesta expresamente por el poeta en vista de la censura de la Inquisición, George Sand quiso ver una condena del monaquismo: en Paulo, según la escritora francesa, el autor hubiera representado el ideal ascético que pierde al hombre, encerrándole en la abstracción, mientras logra salvarse quien, aunque sea en el mal, mantiene el contacto con la vida. Pero, en cuanto personajes poéticos, Paulo y Enrico son a la vez «personas» y «símbolos».
Y no en vano Menéndez Pidal, buscando sus orígenes en las lejanas fuentes del Mahābhārata (v.) y de las leyendas medievales, considera la figura del eremita desconfiado como «una creación altamente dramática, una figura real y viviente en todas las épocas, no inventada por una abstracción individual, sino lento producto del contacto de razas y civilizaciones… hija, en una palabra, de una secular generación legendaria con cuya antigüedad se ennoblece».
C. Capasso