Personajes de la novela Ondina (v.), de Friedrich de la Motte Fouqué (1777-1843). Criatura elemental, bella, irreflexiva e incapaz de soportar ningún freno, Ondina adquiere alma el día que Uldibrando, varonil y caballeroso, se casa con ella.
A partir de aquel momento conoce el peso de las responsabilidades y sabe qué significa amar, esperar, tener celos y temer a la muerte. Sin embargo no echa de menos el pasado, porque, después de haber gustado de ella, prefiere su actual vida completa a su anterior vida rudimentaria, y también porque no sabría renunciar al amor de su marido. Éste es un ejemplo típico del caballero de leyenda, dechado de apostura y de nobleza y señor de un castillo con numerosos siervos y vasallos. Además de valeroso, es invencible en torneos y justas y cordial protector de los débiles y de las mujeres. Cuando conoce a Ondina, ésta es la hija adoptiva de un viejo pescador; Uldibrando, en la pequeña península en que aquéllos llevan una vida dura pero serena, aparece como una especie de desterrado, a quien una inundación ha dejado allí, aislándole del resto del mundo.
Había llegado atravesando impávidamente un bosque encantado, que para detenerle había puesto en juego los más negros hechizos. El lugar le pareció delicioso, la joven encantadora, y aunque ésta no sea más que una pescadora descalza y él un caballero vestido de raso, con un manto escarlata y un caballo ricamente enjaezado, se casa con ella. A partir de entonces empieza la metamorfosis de Ondina, que rápidamente se vuelve silenciosa, amable, generosa y dulce, tanto como antes había sido petulante y egoísta. Pero también empieza la de Uldibrando que, de fidelísimo marido, atento a todos los deseos de su esposa, se transforma… en un hombre como todos, capaz de darse cuenta de que Ondina no es la única mujer del mundo.
Y Ondina, aunque desgarrada por la pena, soporta la injuria y se muestra amable e indulgente para con su rival. En una palabra, se comporta como una criatura elemental, casi sobrenatural y santa, ligada a un hombre ahincado en la tierra y en sus debilidades, hasta el día en que la muerte le transforma también en elemento: en un bello, parlero y brillante arroyuelo.
B. Allason