Odín

[nor., Odinn; ingl. ant., Woden; ant. sajón, Wodan; ant. al., Wuotan]. Según se desprende de Tácito, al principio de la era cristiana, Odín, o Mercurio, según la «interpretatio romana», era ya el mayor entre los dioses de los germanos, por lo menos para la aristocracia guerrera.

Eti­mológicamente su nombre significa «ins­pirado». Es ante todo el dios de los gue­rreros y de los poetas; a él se debe el don de la poesía, llamada por antonomasia «don», «hallazgo», «presa» o «brebaje» de Odín en algunas metáforas de los escaldos. Pero ese potente licor, que basta gustar para convertirse en poeta, antes que poé­tico debió de ser mágico. Odín es, pues, también el señor de la magia, especialmen­te de la magia rúnica. Según un misterioso relato de los Edda (v.), el propio Odín había sufrido el trato reservado a las víctimas que se le ofrecían en sacrificio: el ahorca­miento seguido de una lanzada. (Está de­mostrado que se ofrecían a Odín sacrificios humanos, hasta principios del siglo XI, en Suecia).

Durante nueve días permaneció colgado del fresno cósmico, herido por la lanza, «consagrado a Odín, yo mismo a mí mismo», y no se liberó hasta haber descifrado ciertas runas. También es el señor de los muertos, a quienes elige en el terreno del combate, para que las walkyrias los conduzcan al Walhalla. Suele llevar un manto azul oscuro y un amplio sombrero que oculta una parte de su rostro y su único ojo. Tiene el aspecto de un anciano vigoroso, de luengas barbas, y acostumbra aparecer de pronto, bajo nombres diver­sos, sin darse a conocer. Cabalga un cor­cel de ocho patas y le acompañan dos lo­bos y dos cuervos. En la gran batalla que marcará el fin del mundo (el «crepúsculo de los dioses»), Odín se enfrentará con el lobo Fenrir y será devorado por éste, pero su hijo Vidar le vengará.

V. Santoli