[Octavius Caesar]. La figura de Augusto no alcanzó ni en la Edad Media ni en el Renacimiento una resonancia ni una fortuna comparables a las de Alejandro Magno (v.) o César (v.): hay que aguardar a la época barroca para hallar en William Shakespeare (1564-1616) el poeta capaz de interpretar su compleja personalidad.
Aunque el interés del dramaturgo en Antonio y Cleopatra (v.) se concentre naturalmente sobre las figuras de estos dos personajes (v.), los trazos con que pinta a Octavio no son meramente secundarios y aproximados. La crítica romántica vio a este personaje sólo en relación con la pareja de enamorados, y quiso acentuar en él los duros rasgos de hombre frío, calculador y político en el peor sentido de la palabra, es decir, todo lo contrario de caballeresco: el hombre a quien Antonio llama despectivamente «un muchacho» («a boy»): una figura, en suma, antipática, dura y gris al lado de la espléndida exuberancia barroca de los dos amantes.
El contraste es análogo al que hallamos en Troilo y Crésida (v.) entre los héroes griegos, especialmente Ulises (v.), y los troyanos, Troilo (v.) y Héctor (v.), representantes de un mundo caballeresco en vísperas de extinción. Como Ulises, Octavio no representa únicamente el frío cálculo, sino también la jerarquía, el nuevo orden que se está instaurando. Ya esta misma característica aparece en dos escenas del Julio César (v.), en las que figura este personaje. Hombre de pocas palabras, político frío y cauto, opone lo que dice a las diatribas retóricas de sus colegas; severo, pero no mezquino, ya que después de la victoria de Filipos da muestras de clemencia y magnanimidad.
En Antonio y Cleopatra, si con los ojos de Antonio vemos a Octavio como a un muchacho árido y calculador, con los ojos de Octavio vemos a Antonio como un buscador de placeres que «pesca, bebe y se divierte» en el momento crucial en que se hallan en juego los destinos de Roma y del imperio del mundo; como un hombre que ha perdido el sentido de su dignidad hasta mezclarse con esclavos e indolentes orientales, descendiendo al nivel de éstos; a un hombre que, aun así, Octavio estimaba en su justo valor antes de que hubiera caído tan bajo y hubiera «cedido su Imperio a una ramera».
Por lo que se refiere a su propia misión en el Universo, el futuro Augusto da muestras, en Shakespeare, de tener plena conciencia de ella, cuando dice: «Se aproxima la era de la paz universal: si ésta resulta ser una j ornada favorable, en el mundo tripartito brotará libremente el olivo» (IV, 6, 6 y sigs.). Pero, luego de vencido Antonio, la figura de Octavio se ilumina con un relámpago de humana compasión ante la grandeza del rival desaparecido (V, I, 39 y sigs.): « ¡Oh Antonio! Yo te he llevado a esto… El mundo entero no bastaba para nosotros dos; pero deja que te llore con lágrimas soberanas como la sangre de los corazones, ¡oh hermano mío!, que conmigo compartiste las mayores empresas», etc.
M. Praz