Mersault

Personaje de la novela El extraño (v. Obras de Camus) del escritor francés Albert Camus (1913-1960), Premio Nobel de Literatura 1957. Mersault es un modesto empleado de banca en Argel. Mer­sault lleva una vida estúpida, embotada.

Nada le concierne, es indiferente a todo. Asiste como un «extraño» a los funerales de su madre. No siente dolor. El enjuto, taciturno y rutinario Mersault va a la ofi­cina, sueña, pasea, hace el amor, charla, duerme, los sábados por la tarde va a los baños y luego al cine. Mersault no le en­cuentra sentido a nada. De pronto se ve complicado en un crimen. Mata a un des­conocido porque su amigo de ocasión le induce a ello: «El mar cargó un soplo es­peso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se disten­dió y crispé la mano sobre el revólver.

El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensorde­cedor, todo comenzó». Mersault asiste a su proceso como un «extraño», pues carece de sentido moral. Es condenado a muerte. En la cárcel sólo le preocupa matar el tiempo. Mersault rechaza los consuelos de la religión. No cree en Dios y no tiene nada que decirle al capellán. No tiene es­peranza alguna y vive pensando que va a morir, que va a dejar esta vida que no vale la pena de ser vivida. El capellán le visita y cuando le pregunta si ha deseado otra vida, Mersault le contesta: «¡Una vida en la que pudiera recordar ésta!» El ca­pellán insiste en querer hablarle de Dios: «Quería aún hablarme de Dios, pero me adelanté hacia él y traté de explicarle por última vez que me quedaba poco tiempo.

No quería perderlo con Dios». El insigni­ficante Mersault se afirma en la rebelión: «Entonces, no sé por qué, algo reventó en mí. Me puse a gritar a voz en cuello y le insulté y le dije que no rezara, y que más valía arder que desaparecer. Le había co­gido por el cuello de la sotana. Vertí sobre él todo el fondo de mi corazón en sacudidas de alegría y de cólera. Él tenía un aire seguro, ¿verdad? Sin embargo, ninguna de sus certezas valía un cabello de mujer. Ni siquiera estaba seguro de vivir, puesto que vivía como un muerto. Yo, en cambio, tenía el aspecto del que tiene las manos vacías. Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él; seguro de mi vida y de esta muerte que iba a venir. Sí, yo no tenía más que esto.

Pero, al menos, tenía esta verdad tanto como ella me tenía a mí». Mersault, recobrada la calma, se siente pronto a revivirlo todo: «Como si esta gran cólera me hubiera purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esta noche cargada de signos y de estrellas, me abría a la eterna indiferencia del mundo. Al ex­perimentarlo tan parecido a mí, tan fraternal, en fin, sentí que había sido dichoso, y que lo era todavía». Cara a la muerte, Mersault descubre que la vida vale la pena de ser vivida; le encuentra sentido; des­pierta de su inconsciencia.

Ahora ya sabe a qué atenerse. Las últimas horas que le quedan, las dedicará al recuerdo de una vida que ya no le pertenece, pero en la que encontró las más pobres y las más firmes de sus alegrías: los olores del ve­rano, el barrio que amaba, un atardecer, las risas y los vestidos de María… Gracias a la rebelión ha descubierto que su vida estúpida de antes contenía la dicha que nace de la «tierna indiferencia del mundo», la única dicha posible al hombre. Mersault se siente dichoso. Condenado a muerte, Mersault ya no es «extraño» a la vida. J.

M.a Pandolfi