Personaje del relato El elíxir del diablo (v.) de E. T. A. Hoffmann (1776-1822). Es un monje cuya alma se ha condenado no sólo porque ha bebido en un antiguo frasco conservado en su convento el elíxir del diablo, sino porque también es víctima de una maldición que le persigue por ser hijo de un pintor italiano cuya vida estuvo sembrada de crímenes.
En virtud de esa fatalidad que pesa sobre él, los acontecimientos novelescos y pecaminosos de su vida real se enlazan misteriosamente con aventuras ajenas, y cada una de sus luchas internas, cada uno de sus presentimientos, cada uno de sus recuerdos perdidos en la lejanía de los años y cada una de sus sensaciones y emociones, por leves que sean, aunque parezcan hallarse suspendidas en el espacio y en el tiempo, tienden a convertirse, y a menudo se convierten, en elementos exteriores y en fantasmas visibles que actúan en el escenario de un drama prodigioso. Así, por ejemplo, al entrar en una iglesia solitaria, Medardo tiene la sensación de haber visto allí, en otra ocasión anterior, la extraña figura de un hombre de rostro serio y extraordinariamente pálido; esa sensación hace que ahora, al cabo de tantos años, en aquella misma iglesia, pose la mirada sobre la demacrada y alta figura de aquel mismo hombre.
Así también, a partir de entonces, aquella siniestra figura, que es nada menos que Francesco, el pintor italiano padre de Medardo y amante de la abadesa, el hombre de la culpa y de la maldición, el espíritu del mal y el fantasma de la fatalidad que tortura sus días y abruma su vida, irá siguiendo por todas partes al monje, siempre fría, implacable y espectral. De modo análogo Medardo había contemplado, cuando era niño, en una iglesia, la imagen de una santa pintada en un retablo: era Santa Rosalía; pues bien, aquella lejana visión se convertirá más tarde en una vida real, aquella vaga emoción se convertirá en pasión violenta, y Aurelia será, en la realidad, una pintura de santa, una alucinación del monje o una buena y silenciosa castellana, pero al mismo tiempo será su goce y su afán, su culpa y su tormento, como Hermógenes, el hermano de la mujer amada será la sombra del remordimiento y el terror del seductor y del asesino.
¿Y acaso Victorino y Medardo no son una misma persona? «Soy lo que parezco y no parezco lo que soy; soy un enigma que ni yo mismo sé resolver; soy un desdoblamiento de mi yo» dice el monje, que, cuando la fiebre de una turbulenta pasión, alimentada por el mero conocimiento de la sensualidad y de las pecaminosas relaciones con Eugenia, la mujer fatal, arde en sus venas, siente que es y quiere ser Victorino; pero cuando su repulsión ante aquella mujer le hace rebelarse a una criminal proposición de ésta, le grita: «Piensa, miserable, que tu amante yace con la cabeza destrozada en el fondo de un abismo y que tú, en lugar de abrazarle a él, has abrazado el espíritu mismo de la venganza». Por otra parte, quien quisiera descifrar tales enigmas nada lograría: no hay más que admitir que las dos figuras son dos aspectos de la misma persona y sólo así se podrán comprender las extrañas palabras de Medardo, cuando, al volver al convento tras una larga ausencia, dice tranquilamente: «Yo no soy el monje Medardo que huyó del convento: ante vuestros ojos tenéis al conde Victorino».
Ya no nos acordamos más de la fatalidad que pesa sobre la vida del monje, como dominando todas sus vicisitudes, ni nos acordamos de los misteriosos efectos del elíxir del diablo que parecen una manifestación de ese fatal poder, ni de las culpas de aquel a quien ese poder ha atenazado; sólo vemos una multitud de sombras que se agitan alrededor de Medardo y se convierten en personas estremecidas de pasión, para representar un pavoroso drama cuyo único protagonista, cuyo trágico actor no es más que él.
R. Bottacchiari