[Marie Grubbe]. Protagonista de la novela de su mismo nombre (v.), del escritor danés J. P. Jacobsen (1847-1885). De la María Grubbe histórica, mujer de noble origen muerta míseramente, nos habla L. Holberg (1684-1754), con la curiosidad de un contemporáneo que ha tratado en vano de comprender las vicisitudes de la existencia de aquélla (Epístola LXXXIX: «Sobre los matrimonios extravagantes»).
St. Blicher (1782-1848) la sitúa en el centro de su delicado Diario de un sacristán rural, con un vivo interés por el problema psicológico del episodio. H. C. Andersen (1805-1875) traslada la historia a un ambiente de cuento en La familia de Hónsegrethe. Jacobsen, formado en la escuela del naturalismo de Flaubert y Zola, trata de desdoblar la figura de María en sus diversos componentes para explicar de una manera determinista su enigmático destino. «Adolescente de labios repletos de juventud y de pecho delicado», María sueña en la vida y en el amor, aplacando su inconsciente sensualidad con la sumersión de sus brazos desnudos en un montón de rosas acabadas de cortar, viciada ya por una educación que la hace crecer «esclava del capricho propio y ajeno».
Enfrentada luego a la vida, no tarda en desilusionarse del matrimonio; atraída por la ensoñadora delicadeza de su cuñado, se ve muy pronto obligada a despreciar su debilidad. Una segunda boda de conveniencia con un marido entrado en años y tosco embota cada vez más su espíritu y sus sentidos, hasta que se ve objeto del amor devoto de un joven servidor tímido y «obediente como un perro», mientras la considera como su señora, pero autoritario y brutal tan pronto ha hecho de ella su mujer, pronta a seguirle doquiera y a «aceptar cuanto tenga bueno o malo» de sus negras manos de campesino. En tal rebajamiento, experimentaba «una extraña fruición, en la que había algo groseramente sensual y también, al mismo tiempo, algo vagamente emparentado con lo mejor y más noble que existe en la naturaleza de la mujer».
María, que en su juventud había deseado que la vida «la asiese con una fuerza capaz de abatirla o de elevarla a un altura infinita», y que hubiera querido «disolverse enteramente en su dolor» o bien «arder y consumirse por completo en la llama de su goce», ha aprendido ahora que «todo hombre vive su vida y muere su muerte», y que la única manera de no vernos aplastados por el «fardo de las penas» que la existencia carga sobre cada uno consiste en soportarlo sin murmurar.
A. Manghi