Es el personaje de los Cuadernos de Malte Laurids Brigge (v.), de Rainer Maria Rilke (1875- 1926). La figura de Malte aparece presentada en los Cuadernos como la de un joven poeta danés (su fundamento histórico parece ser el escritor noruego Sigbjorn Obsfeder, residente en París y fallecido en temprana edad), que lleva a cabo en la metrópoli gran parte de su propia experiencia humana para abandonarse finalmente, renunciando a la vida, al amor divino.
Más que su proyección autobiográfica, Malte es la contrafigura de Rilke; mejor que de un personaje, se trata de un estado espiritual. Es, en el fondo, el hombre que todo poeta siente en sí mismo en los momentos de desolación y desconfianza, cuando la vida, huérfana de amor y de poesía, se convierte en un peso insoportable. Y, efectivamente, si bien Rilke publicó los Cuadernos seis años después de haberlos empezado, Malte no cesó, por ello, de vivir junto a él: hasta cierto punto, el poeta hubo de separarse de su propia creación con un esfuerzo tal que llegó a hacerle creer ya terminada su obra; sin embargo, como lo demuestran las numerosas partes escritas a continuación y todavía inéditas, el libro hubiera podido continuar hasta el infinito.
París, ya desde las mismas palabras iniciales de los Cuadernos, parece a Malte la ciudad de la muerte: «¿Es aquí, pues,. donde la gente viene para vivir? Yo más bien creo que aquí se muere uno». Y así, sólo consigue percibir los aspectos tristes y miserables de la ciudad, las casas derruidas, los hospitales, los hospicios, los mendigos, los enfermos y los dementes. La soledad, la pobreza y la muerte: he ahí lo que ve Malte a través de las vicisitudes de sus días; la vida se retira más allá de toda imagen y de cualquier aparición, dejando en él solamente el vacío.
Por esta causa, las impresiones visuales y auditivas de los Cuadernos, numerosas en las primeras páginas, van disminuyendo poco a poco hasta desaparecer completamente hacia la mitad de la obra, vencidas por la presencia activa de la memoria: recuerdos de infancia y reminiscencias culturales, todo cuanto constituye su pasado, es, para él, actual; así, ante el lejano recuerdo de la lectura de una crónica francesa, la angustia con que revive el final de Carlos el Temerario es igual a la que experimenta a la vista de un grupo de casas en demolición o de un perro moribundo. «Todo ello tiene para él un valor idéntico, e igual duración y contemporaneidad.
Por algo Malte es sobrino del anciano conde Brahe, quien lo consideraba todo, pasado y futuro, como sencillamente “existente”; y así, también Malte juzga presente la reserva de su espíritu, derivada de tres formas de asimilación: su tiempo de miseria y el también miserable de los papas de Avignon, en que todo cuanto ahora late funestamente en la interioridad salía al exterior, son equivalentes; no importa conocer más evocaciones que las que el proyector de su corazón deja percibir exactamente. Éstas no son figuras históricas o formas de su pasado, sino vocablos de su miseria; por ello de vez en cuando deja caer un nombre que no es explicado más allá, cual el grito de un pájaro en aquella naturaleza en la que los íntimos silencios del viento son más peligrosos que las tempestades» (Rilke, Carta al traductor polaco Witold Hulewicz).
Finalizan los Cuadernos con la narración del episodio del Hijo Pródigo, desarrollado no según el esquema de la parábola evangélica, sino más bien de acuerdo con el «tratado» de Gide de aquel mismo nombre. Así, pues, Malte renueva en sí mismo el mito de la criatura que quiere conocer la vida y que; finalmente, consumada toda experiencia y alejada de cualquier afecto terreno, se consagra enteramente a un amor que se nutre únicamente de su misma llama: el amor que conduce a Dios. Las últimas páginas del libro son, precisamente, las que permiten ver desde un ángulo justo la personalidad de Malte, profundamente cristiana (y creemos que hasta el presente no se ha insistido bastante sobre ello), por su concepción del amor como rayo que debe no quemar sino traspasar con su propia luz el objeto amado, por la consideración de la muerte como resultante de toda la vida («cada uno lleva dentro de sí mismo su propia muerte, como el fruto su hueso»), y por su profunda compasión hacia los humildes, los que sufren y los desamparados.
Malte ha sido parangonado a un personaje de Dostoievski; no obstante, de existir para él un término de comparación, éste, más que por cualquier otro, ha de estar representado, posiblemente, por el Ménalque de Los alimentos terrestres (v.) de Gide: verdaderos «enfants du siècle», Malte y Ménalque tienden a conocer la vida en todas sus formas, y a introducirse en ella dejándose, al mismo tiempo, penetrar por ésta.
G. Zampa