Los Cinco Hermanos Macabeos

Luego de haber sumergido todas las cimas de Oriente, las pirámides del sol, las torres lunares de Babilonia y los leones de Susa, el helenismo se hallaba dete­nido ante Jerusalén.

Dentro de los muros de Salomón (v.), el pueblo de Dios su­fría su doble asedio: los cuerpos circun­cisos caían en el martirio, y los espíritus débiles sucumbían en el esplendor griego y ardían de remordimiento y de odio. Por aquel entonces, todo el peso, la glo­ria y el destino mesiánico de Israel estu­vieron en manos de los cinco hijos de Matatías (v.), los martillos (maqqábah) em­puñados por Dios que durante treinta años estuvieron golpeando sobre los yunques que eran los campos de David (v.).

Los cinco hermanos Macabeos son los eslabones más firmes de la cadena que une el día de Abraham (v.) al de Cristo: recogieron la llamita humeante encendida por el patriarca y la convirtieron en antorcha y fuego; Grecia no había ya de vencer jamás en aquella lucha. La historia de los Maca­beos se resume en torno a este motivo central: cinco hermanos caídos uno tras otro «con las armas en la mano, pero rogando a Dios con el corazón». El primero fue Judas, designado por su padre mori­bundo. El 25 de Kislew del año 168, el Templo había presenciado el primer holo­causto pagano, la abominación de la desola­ción.

En la árida llanura y en las rocas luchó Judas furiosamente, y, apenas trans­curridos tres años, Dios volvía a su santuario. Celebróse con tal motivo la primera fiesta de Hanukkāh, la «festividad de las lámparas», perenne monumento de llamas que la liturgia hebrea enciende cada otoño en conmemoración de aquella victoria, triunfo militar, pero singularmente religio­so, como la vocación de Judas. Sin em­bargo, la libertad de Israel era cual una rueda, que sólo puede mantenerse en pie mientras corre, y pareció detenerse y caer: Eleazar Macabeo, el segundo de los herma­nos, había perecido en combate, aplastado por un elefante al que él mismo diera muerte, y Judas había sido derrotado por los sirios. La gloria de los Macabeos úni­camente podía ser trágica: cinco herma­nos solos en una ciudad sagrada, y ésta cual una isla en medio del mundo entero, con su Dios y sus escasos fieles.

Frente a las tropas de Báquides, Judas sólo pudo contar con 800 hombres, «y ello le desga­rró el corazón»; los últimos 800 de Dios sucumbieron todos, y los israelitas lloraron a Judas con las palabras de David: «fue igual al león en sus hazañas, y como un cachorro de león rugiente hacia la presa… Afligió a muchos reyes, y alegró a Jacob con sus obras». Sobre Jacob volcábase aho­ra, en cambio, toda la hiel de los monarcas: «aconteció una gran tribulación». Judas fue sucedido por Jonatás, llamado Affus, «el astuto». Con la espada y la diplomacia, el martillo de los Macabeos seguía golpean­do: Jonatás alióse con Roma y con Esparta, mantúvose en equilibrio entre los pre­tendientes al trono de Antioquía, desde la estepa llegó a Michmas, de allí a Jerusa­lén, y de Jerusalén al Templo, donde, como sumo pontífice, celebró en el año 152 la fiesta de los Tabernáculos.

Sólo una cor­tina de seda le separaba del trono del Señor, en el Santo de los Santos: se hallaba, pues, junto a su Dios. Sin embargo, la tragedia alejóle de allí, llevándole nuevamente a la guerra, y de ella al cautiverio. Trifón cap­turóle traidoramente, le ofreció la liber­tad a cambio de un rescate y, una vez recibido éste, le mató. El otro hermano, Juan, había muerto ya al filo de la espa­da. Simón Macabeo recogió el cuerpo del pontífice entre las nieves de aquel invierno y llevólo a Modín, junto con su padre Matatías y su madre. Allí se encontraba toda la familia: cuatro hermanos y sus progenitores. Simón erigió siete sepulcros: seis para los difuntos y uno para sí.

Era entonces el año 143. Simón hallábase enar­decido por el espíritu de los muertos: familia, patria y fe constituían una sola cosa y un único dolor. El pueblo lo sabía, y, en 141, aclamóle «sumo sacerdote perpetuo, hasta tanto no apareciese un profeta fiel». Mucho tiempo hacía ya que había muerto el último de los profetas, pero, sin embargo, la voz del pueblo era profecía: «hasta tanto no apareciese un profeta fiel». Al frente de Israel, Simón iba al encuentro de éste, del Mesías. El camino estaba sem­brado de espadas; como la corona, la gue­rra se transmitía de padres a hijos: desde Antíoco IV hasta Antíoco VII por una par­te, y, por otra, desde Matatías hasta Simón. Vencedor este último, el sueño de los pro­fetas veíase realizado, siquiera de momento: «Israel disfrutaba de gran alegría, y cada uno podía vivir junto a su vid y a su hi­guera». Inesperadamente, llegó el final: en 135, la séptima tumba recibió el cuerpo de Simón, asesinado a traición por su yer­no.

El glorioso martillo dejó de oírse en los muros de Sión: con aquel sepulcro ce­rrábase la Escritura. El pueblo nacido de un hombre, Abraham, y multiplicado en muchedumbres de santos, sacerdotes y pro­fetas, descendía a la sepultura de su últi­mo héroe, y se adormecía junto con Simón. Pocos años antes, Judas había enviado al Templo «1.200 dracmas de plata para que se ofreciese un sacrificio por los pecados de los difuntos, pensando piadosa y religiosamente en la resurrección». Los cinco hermanos habían muerto por ésta tendien­do las manos contra aquella Grecia que no sabía «rogar por los difuntos». No que­daba ya más que una esperanza, única, pero divina: el Mesías. La espera de Adán (v.) habíase consumado: faltaban apenas 135 años para el Evangelio.

P. De Benedetti